UN VIEJO AMIGO
El camarero, detrás de la barra, iba y venía tirando cañas y poniendo pinchos de chistorra reseca, cortezas rancias y tortilla zapatera. Era extremadamente feo, la nariz parecía una morcilla de arroz reventada, las orejas alargadas y traslúcidas como las alas de una mariposa, el pelo grasiento como el filtro de una campana extractora, con una calva en la coronilla que parecía el cogote de una calavera exhumada, con más costras que un sifilítico, la piel tiñosa, las manos con lepra, los ojos como los de una lagartija que se asoma por la oquedad de una tumba, y una joroba que parecía que llevara una andilla cargada a la espalda, escondida bajo la chaquetilla llena de lamparones.
Por el ventanuco de la cocina se asomaba de vez en cuando una mujeruca cuyo rostro parecía hecho con papel de montaña, de ese que se usa en los belenes, el pelo como la estopa de los fontaneros, los dedos rojos y en carne viva como el prepucio de un perro mientras copula, unas gafas de aumento que parecían lupas de mirar sellos y un piercing en la nariz que parecía una garrapata chupando el hocico de una rata sarnosa.
-¡ Marchando una de bravas!- Gritó con una voz de lija propia de una fumadora compulsiva entrada en la menopausia.
En un extremo de la barra, un borracho miraba la televisión. Retransmitían en directo lo que el locutor definía como la boda del siglo. Una joven muy guapa con rasgos latinos y un hombre muy feo con rasgos anglosajones, rubicundo y con dos dientes de conejo, saludaban al público fervoroso desde un balcón del palacio de Buckingham.
El borracho se llamaba Ezequiel Pichastro, tenía los ojos saltones como si le acabaran de dar un susto, la boca torcida y medio desdentada, el pelo canoso, el rostro aviejado, la mitad de él quemado en un accidente de coche volviendo de Torrevieja, unas herrumbrosas gafas de aumento con un cristal acribillado y un sonotone estropeado en la oreja derecha. Parado, divorciado y borracho de larga duración, estaba más solo que un perro vagando bajo la lluvia. La soledad entre cuatro paredes es peligrosa, si no te andas con cuidado te agarra por los pies y te arrastra al infierno de la locura.
-¡Buenas tardes, abuelo!-
El abuelo, con su dentadura postiza y su lechosa nube en un ojo, correspondió al saludo del borracho con un movimiento un poco despectivo y casi imperceptible de la cabeza.
-¡Cómo te vas a poner, Genaro!- Se dirigía ahora a un mecánico mugriento que comía a dos carrillos magro con tomate, sentado a una mesa junto a la ventana, empapado en grasa de motor y sudor rancio. Olía a tabaco, a sudor, a vino y a mierda: era un hombre como dios manda. El mecánico mugriento lo miró como un toro a punto de salir por la puerta del toril, y siguió tragando con un ruido de cerdo rebozándose en el fango. Era de esas personas, que tanto abundan, a las que se las oye incluso cuando están calladas, siempre hacen ruido, cuando se mueven, cuando están quietas, cuando respiran, cuando miran, cuando piensan (iba a decir), cuando entran a un sitio, cuando salen de él.
-¡Y encima esta noche me toca residencia!- Decía la mujeruca del ventanuco al representante de la Mahon, un ser híbrido del que no se podía saber a ciencia cierta si era macho o hembra o alguna otra cosa, que garabateaba con la mano izquierda en un bloc de albaranes, apoyado en la barra de formica desconchada, con un pie en el reposapiés, sobre montañas de servilletas arrugadas y colillas consumidas esparcidas por el suelo.
- ¡En Navarra, cómo me vas a pagar en Navarra,- se burlaba socarronamente el camarero de un muchacho muy delgado con un mono de color butano lleno de mierda y con el pelo rapado al cero, excepto una cresta de indio en el centro teñida de azul- cómo vamos a ir ahora a Navarra pa que me pagues, no, hombre, no, ah, en la barra, en la barra sí, te había entendío en Navarra!-
- No, en Navarra no- Contestó el muchacho en voz muy baja poniéndose colorado, levantándose de la mesa con el café en la mano trémula. Sus compañeros, oscuros, cetrinos, cachondos, no paraban de reír.
Un cacareo de pavos en un comedero industrial fue levantándose paulatinamente hasta hacerse ensordecedor. Era la hora de la comida.
De repente llegó desde la cocina un grato olor a tortilla de patatas con cebolla. El borracho abrió las fosas nasales como un podenco olfateando el aire, y sintió esa enervante emoción que produce el hambre. ¿Cuándo había comido decentemente por última vez? Ya ni lo recordaba, posiblemente cuando vivía su madre.
Hacía calor. Tras la ventana el sol quemaba las copas de los árboles, secaba los arroyos y abría yagas en la tierra sedienta.
En un rincón comían tres viejas octogenarias. Una imitaba a una gallina clueca moviendo las alas:
- Ká, ka ka ka ká, ká , ká, ká-
Las otras reían estridentemente con sus bocas desdentadas.
- ¡Que se te ven las quijadas, ojillos de liebre!-
- kgggká, ka ka ka ka, ká , ká-
- ¡Ji ji ji ji ji...!-
El borracho llamó al camarero, que, después de hacerse el sordo durante un buen rato, se acercó moviendo el bigote con disgusto, como un conejo dando vueltas alrededor de un manjano.
-¡Qué se debe por aquí, Pepe!-
El borracho dejó caer sobre la barra las mugrientas monedas a medida que las contaba. Apuró su copa de anís, y levantando la mano para despedirse de todo el mundo, sin ser correspondido por nadie, se dirigió hacia la puerta con pasos largos e inseguros. No podía soportar más aquel olor a tortilla recién hecha, sentía que se le abría en el estómago un agujero sin fondo. Si le hubiera sobrado dinero se habría pedido un pincho, pero en los bares del pueblo ya no le fiaban y prefería gastarse en bebida el poco dinero que le daban de la media pensión de invalidez. Era un paria, sin saber porqué caía mal a todo el mundo, empezando por la vida misma, era un fracasado, un vencido. Al principio se revelaba contra aquella realidad, se ponía furioso y violento sin querer aceptar la evidencia de los hechos. ¿por qué tenía siempre tan mala suerte?, ¿estaba maldito?. Pero al final había acabado por asumir su sino, como quien asume un cáncer o la muerte de un ser querido.
Absorto en estos pensamientos, estuvo a punto de derribar a un niño que entraba correteando al bar precediendo a su madre.
-¡Que me matas al niño, Ezequiel!- Dijo la madre con un poso de ironía en aquella voz musical y cristalina que le resultó tan familiar. Al mirarla sintió un fuego abrasador golpeándole en la cara. Aquellos mismos ojos grandes y radiantes de vida, aquel rostro inmaculado que seguía poseyendo el secreto de la eterna juventud. Había pasado tanto tiempo...
El borracho sujetó al niño, que lo miró muy serio con los ojos muy abiertos, los mismos ojos grandes y hermosos de su madre.
Ella lo saludó con dos sonoros besos en las mejillas, y él volvió a sentir aquel olor a hembra tierna, aquel olor como a hierba fresca que inundaba su cama por las noches, poblándola de esperanza, mientras la lluvia golpeaba el cristal de la ventana, cuando la vida se sostenía todavía en pie, con un gesto de dignidad en la prez levantada, antes de que el amor se fuera apagando hasta desaparecer como un corazón dibujado en la arena, desgastado por las olas de los trabajos y los días. La vida es un viento que cambia caprichosamente de dirección, tomando siempre la que menos esperamos, la que menos nos conviene. Llega un momento en el que uno no sabe que hacer con la vida. Nada sale bien, uno no es dueño de nada, y uno piensa que tal lo mejor es dejarla.
Los dos se miraron durante un instante, y una nube de tristeza y de nostalgia los rodeó como una bruma del pasado. Detrás de la mujer apareció un hombre alto con barba cuidadosamente descuidada y con una flemática seguridad en sí mismo.
- Este es Juan, mi marido, este es Ezequiel...un viejo amigo-
El marido lo saludó con una cortesía altiva y distante.
-¡Encantado!- Dijo el borracho tratando infructuosamente de aparentar serenidad. Habían pasado más de diez años y llevaba sobre su cuerpo demasiados tragos de alcohol y soledad mal digeridos.
- Adiós Ezequiel-
- Adiós Yoli-
Ya en la calle, el borracho sintió en el rostro la bofetada de aquel aire caliente sahariano que sin embargo pareció aliviarlo un poco. Miró a la izquierda, pedregales y cardos en las cunetas, después a la derecha, ruinas de hollín y vapor de alquitrán, y hundiendo los pies en el asfalto reblandecido, cruzó la calle mientras le hervía la cabeza, y con un llanto silencioso en el pecho, continuó su camino, como una oruga ciega por el borde de un precipicio.
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