May 2010 Archives

la paraguaya

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LA PARAGUAYA

 

Las putas permanecían agrupadas junto a la pared, inmóviles como garrapatas. Había poco trabajo, eran tiempos de crisis. De vez en cuando alguna empezaba a mover las patitas en pos de algún incauto al que chupar la sangre. Otras paseaban en grupos de dos o de tres a lo largo del local, con el bolsito en la mano, los culos trémulos como flanes, con el ritmo en las nalgas, los tacones psicodélicos. Se aburrían, mascaban chicle, bostezaban, se contaban chismes al oído.

La paraguaya, una puta que parecía salida de un cómic manga, con unas tetas increíbles, grandes como balones de baloncesto, algo caídas por la ley de la gravedad de Newton, una cinturita minúscula y un culazo de ocho arrobas que se salía de la maya cuando se agachaba a coger algo del suelo, se puso a hacer el tonto imitando a la tonta del bote cuando tropezaba y se caía con la cacerola. Sus compañeras reían a mandíbula batiente.

-         ¡ja ja ja ja ja ¡!-

-         ¡¡ja ja ja ja ja ja!!-

Una puta un poco tímida, tierna, guapa, morena, blanca, resplandeciente, de ojos puros como manantiales, se acercó a dos individuos, uno alto y otro bajo,  con pinta de testigos de Jehová, que estaban hablando en un extremo de la barra de plantas de tomates y semillas de pepinos. El alto hablaba y el bajito lo escuchaba muy atento, con sus ojos de búho y su bigotito de boticario.

-         Hola, me llamo Alicia, mua, mua, ¿venís mucho por aquí?-

Fuera, en el parking, aterrizó un BMW de gama alta con dos tipos trajeados en la parte delantera y tres princesas altivas en los asientos de atrás. Venían de los toros. A las princesas les habían pagado una salida y se sentían en una nube, como actrices famosas paseando por la alfombra roja bajo los flashes de los fotógrafos. Dentro de un instante, sin embargo, a las doce en punto, la carroza se convertiría en calabaza, y ellas, con un mohín de disgusto, regresarían a su mundo de cincuenta euros el completo, risas con halitosis, pelos en las sábanas y zotal en el retrete.

En el cielo la luna se embozaba entre las nubes, y en la tierra las putas, como hormigas que parecían cigarras,  continuaban su lucha por la supervivencia.

La paraguaya anduvo un trecho con los pies torcidos, hasta que fingió tropezar con un obstáculo en medio del camino, trastabillando y cayendo de verdad al suelo, dañándose incluso una rodilla.

          -     ¡¡Ja ja ja ja ja ja ja!!- Rieron las putas, los puteros, y hasta las arañas de los rincones. La paraguaya se incorporó con todo su peso y con toda la dignidad de que fue capaz, disimulando el dolor y el ridículo.  

 

 

demasiadas matemáticas

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ABANDONADO por los dioses se sentaba en el acantilado

y contemplaba la inmensidad del mar,

sintiéndose pequeño, sintiéndose vencido,

cansado de largas guerras, de largas ausencias.

El sol bañaba en oro los lejanos montes

donde estaba su patria,

y en la orilla las olas arrastraban las arenas.

Desde las profundidades de la noche

se lamentaban las almas de los muertos

y, repitiendo su nombre, cantaban las sirenas.

 

 

 

 

 

RECUERDO una tarde de hace ya muchos siglos.

Tú y yo sentados en el banco de una plaza, en silencio,

mientras el sol doraba las viejas fachadas

y la gente iba y venía paseando a los perros.

Apenas veinte centímetros entre mi mano y tu cuerpo,

pero no sé porqué sentí que aquella pequeña distancia

contenía el infinito de Parménides.

Extendí mi mano como desde aquí a la luna

y no pude tocarte.

Había demasiadas matemáticas

entre dos cansados sentimientos.

La tarde moría lentamente,

y el amor se ahogaba como una mosca

en la clepsidra del tiempo.

 

 

las cuatro de la mañana

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¡ME CAGO EN MI PUTA VIDA!

-¡Anda papito por qué no te vas ya a tu casa!- Dijo la negra Yoka, mientras metía cervezas en la cámara frigorífica detrás de la barra.

-¡Tú pon otra copa que pa eso estás y yo me iré cuando me salga de los cojones, me cago en mi puta vida¡- Gruñó Jose el gordo, apalancado en su taburete con el ceño fruncido, apurando su vaso de whisky. Tragos amargos, tóxicos, como si tragara sangre, matarratas, cristales molidos, naftalina líquida, tragos brumosos de oscuridad y fracaso.

La negra Yoka tenía un culo enorme que parecía crecer todavía más cada vez que se agachaba para colocar las cervezas dentro de la cámara.

Una atmósfera triste y cansada anegaba el local. Hasta la música parecía cansada, sonaba a cascajo, sin alma, sin fe, como la melodía que silva un mozo de tanatorio mientras lava un cadáver.

En la otra punta de la barra, una puta deshilachada a la que llamaban Cristal pero que en realidad se llamaba Paquita Corrales, dormitaba con un cigarrillo consumido entre los dedos temblorosos. Las arrugas de los ojos eran nubes negras copando el cielo de su destino. El tiempo la había ido desgastando como desgasta el sol la pintura de las hornacinas en las lápidas de los cementerios. Pertenecía a otro tiempo. Ya nadie la deseaba, algún viejo cliente seguía subiendo con ella por costumbre y un poco por compasión. Sentía que su existencia se estaba derrumbando como una casa vieja y abandonada. "¿Por qué las casas se mueren cuando nadie las habita?" Pensó tamborileando desganadamente en la formica de la barra.

Jose le gordo jugó con el vaso vacío, sucio por las huellas de sus dedos torpes que sólo sabían apretar muy fuerte y destruir las cosas.

-         Lo que más me jode- dijo la negra Yoka con sus grandes labios pintarrajeados y ahítos de obscenidades- es ese aire de marqués ofendido que tiene el bollullo este, ¿por qué no te vas a tu casa de una puta vez, so huevón?-

-         Y a mí lo que más me jode son alpargatas cuando llueve, por qué no te vas tú al arroyo a que te de por culo un lagarto, que es pa lo único que vales, bueno, pa eso y pa tragártelas doblás con esos labios de mamona que tienes, me cago en la puta urnia,-

¡Irse a su casa! ¿Qué casa? La habitación de la pensión que olía a pedos y a salitre. Las revistas pornográficas debajo del mugriento colchón. El turbio espejo del lavabo que sólo proyectaba imágenes dantescas, sombras de culpa y añoranza. Antes, hacía mucho tiempo, mil o dos mil años tal vez, sí había tenido una casa, una familia, una especie de misión en la vida. Pero todo lo había perdido como se pierde el alma en una partida de cartas contra el diablo. Demasiados errores, demasiados faroles, demasiada mala suerte en cada mano. Al final lo había perdido todo, la familia, los hijos, el trabajo en el metro, el piso en Parla, todo, para, a cambio, no encontrar nada de nada. A veces, cuando pensaba en ello, tenía la sensación de que había sucedido en otra vida remota. Le quedaban retazos de recuerdos, es cierto, pero nada más, gritos en las escaleras comunitarias, calles desiertas al anochecer, y una niña pequeña mascando chicle y tiritando de frío al salir de una piscina. Su infancia, por el contrario, la recordaba con mayor clarividencia. Ya de niño era conflictivo, cierto día su abuela lo ató con cadenas a un banco en la carpintería que regentaba desde que enviudó, porque el angelito le había abierto la cabeza con un martillo a un amigo suyo. Avanzada la mañana llegó a la carpintería una mujer muy guapa, una morenaza de piernas esculturales, y al notar debajo del banco algo que se movía, se agachó con curiosidad para ver qué era : "¡Pero sí es un niño,- exclamó con voz compasiva-  pobre criatura!"  La pobre criatura, con el pelo revuelto cubierto de virutas, los pies descalzos y los ojos llorosos y desorbitados, se revolvió de repente como un perro rabioso y agitando las cadenas se puso a escupir y a insultar a la intrusa intentando morderle. "¡Puta guarra puta asquerosa grmmm grrrrmmmm grrrrrrrrmmmm!" La mujer casi se muere del susto.

Pero bueno, así era el devenir de la vida. Ahora estaba allí, en su taburete, con su wiski en la mano, con su mala leche habitual, con su pie escayolado porque se lo había aplastado un coche la noche del lunes cuando salía borracho del puticlub. El puticlub Kismi era para él lo más parecido a una casa., a un hogar no, eso ya sería pedir demasiado. Sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón y puso un billete de cincuenta euros procedente del paro encima de la barra. La negra Yoka se ablandó un poco cuando vio el dinero, hasta se volvió casi humana, diríase. Se abalanzó sobre el billete como un perro hambriento sobre una ristra de chorizos cantimpalo y con rapidez de prestidigitador lo cogió y lo guardó en la caja registradora. Acto seguido alcanzó la botella de Dick, desenroscó el tapón, y el whisky garrafón, emitiendo destellos dorados y un rumor argentino, saltó alegremente sobre los cubitos de hielo, como aquella niña que se zambullía en la piscina una y otra vez.

-         ¿Tienes un cigarro, cariño?- Pareció resucitar de repente la puta de la esquina de la barra.

-         No, pero si quieres un puro aquí tengo uno como el badajo de la campana de Huesca, como te lo ponga en el hombro vas a parecer el repartidor de butano - Socarroneó Jose el gordo, aplastándose el flequillo con saliva mientras contaba el cambio.

-         A mí lo que me apetece ahora es un bocadillo de tortilla con pimientos,- dijo la negra Yoka, nivelando sus grandes tetas entre el ceñido escote- di la verdá papito, a ti lo que te pasa es que estás cabreao porque hoy no ha venido Merche, a que sí, venga, papito, pelillos a la mar-

Eran las cuatro de la madrugada. Por las calles del polígono, bajo un cielo estrellado, patrullaba con un faro roto el coche de los vigilantes, y un perro sarnoso deambulaba cabizbajo sin tener tampoco ninguna casa a la que volver.

       -   ¡Me cago en mi puta vida!-

 

 

 

el gen de la vida

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EL GEN DE LA VIDA

Pero nunca dijiste me rindo

por más que rodaras una y otra vez pendiente abajo.

Jamás abandonaste tu piedra al borde del camino

para buscar la fresca sombra de un árbol.

Es resbaladiza la montaña del amor,

pero también es grande la montaña de trigo

que una hormiga mueve grano a grano.

Y es dura la roca que gota a gota el agua va erosionando,

igual que segundo a segundo el tiempo erosiona la eternidad.

Tú eres Sísifo, aquel que, aun sin alcanzar la cumbre,

más alto subió entre los mortales.

Hay quien considera victorias todas aquellas veces que,

ajeno a las carcajadas de los dioses, y casi sin aliento,

de nuevo lo intentaste.

 

 

 

las heridas del corazón

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DEVENIR

 

 

LAS HERIDAS DEL CORAZÓN

Y llega corriendo bajo la lluvia,

las mejillas ardiendo, la respiración agitada,

los ojos brillantes, abierta, entregada, casi desnuda,

en unos tiempos en que todo se cierra, se encoge, se cubre, reniega.

Cruza la calle y sube a la acera

abriéndose paso entre la gente como el sol entre nubes negras.

Solamente la lluvia y ella parecen estar vivas,

y esas heridas del corazón ,de las que es mejor no hablar,

donde va goteando la sangre como el agua en una clépsidra.

 

 

un engaño de los sentidos

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UN ENGAÑO DE LOS SENTIDOS

La enfermera se agachó a recoger algo del suelo y dejó ver unos muslos blancos y voluptuosos, con pliegues perfectos y seductores en el límite de las nalgas, unos muslos rotundos que parecían brillar con un calor de carne viva  sobre la fría fluorescencia del hospital.

Agapito, que estaba sentado fumándose un cigarro en el rellano de la zona técnica, la contempló con sus ojos bizcos por la puerta entreabierta y sintió que estaba en presencia de algo hermoso, milagroso, algo maravilloso que le producía una mezcla de asombro y miedo, como un mar rugiente que se hincha y resplandece como si se dispusiera a tragarse toda la tierra. ¡Qué suerte tenían los médicos que se apareaban con ellas! Tan apuestos, tan gallardos, llevaban las gomas de auscultar al cuello como si fuera una condecoración caballeresca, estaban predestinados al éxito igual que él al servilismo, a hacer recados a todo el mundo, a empujar las camillas de los muertos hasta el depósito de cadáveres, a deambular por el pasillo de psiquiatría como un fantasma por el limbo, mordisqueando chocolatinas que le sacaban de la máquina que había en la sala de espera. Desde que con tres añitos lo encontraron en la puerta de urgencias, acurrucado en los escalones, hecho un ovillo, aterido de frío, jamás había vuelto a salir a la calle. Era un periquito en una jaula. Siempre allí metido, en su cárcel segura, en su mundo, entre médicos, enfermeras y orates. No era un hombre sino un engaño de los sentidos, como esos soldados muertos que pisaba Descartes en la guerra de los Treinta Años, un no vivo, una mascota a la que todos trataban bondadosamente para sentirse buenos y superiores, la compasión de los demás suponía para él un subsidio vitalicio. Pero tenía la sensación de que no vivía. Porque vivir significa contaminarse de mundo, salir, buscar, perderse, caerse, ensuciarse y volverse a levantar heroicamente. Pero quizás fuese mejor así, quizás la vida en el fondo no merece el menor sacrificio. ¿Para qué casarse, para qué tener hijos, para qué curtirse en el dolor y la adversidad? Vivir es como tirar piedras a la luna, un esfuerzo baldío y doloroso, y cuanto mas alto sube la piedra que se arroja, más daño hace cuando cae. Además, si se le perforara el apéndice, por ejemplo, ¿qué mejor sitio que un hospital para cogerlo a tiempo? Alguna vez había sentido la tentación de abrir la puerta de su jaula y salir al mundo a ver qué había allí fuera, es cierto, le hubiera gustado ver el mar, por ejemplo. Pero en el fondo se trataba de una curiosidad pasajera, un deseo platónico y efímero como una polución nocturna que se olvida por la mañana. En realidad, el mundo exterior le producía pánico, se imaginaba un planeta hostil e inhóspito lleno de peligros, con monstruos deformes, dementes y sanguinarios acechando tras cada esquina, un mundo helado, oscuro, con caminos polvorientos, cunetas llenas de cruces, tardes nubladas, puertas cerradas, fuentes secas y estrellas apagadas, abismos que se abren bajo los pies y un viento huracanado que arrastra calaminos muertos hacia ninguna parte. Estaba mas a gusto en su jaula, tras los muros del hospital, de alguna manera se sentía en paz consigo mismo, aunque nunca hubiese visto el mar, ver el mar ¿para qué?

"Para el carnaval me voy a disfrazar de cura- pensó tras un impás, dando una honda calada al cigarro- y si no ya me inventaré algo, por cierto...¿qué santo es hoy?"

-         ¡Agapito, Agapito!- Lo llamó el doctor Mata desde un box cercano.

Agapito apagó el cigarrillo en una columna de hormigón, y levantándose apresuradamente respondió:

-         ¡Voy voy!-

 

 

 

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