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acero templado

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ACERO TEMPLADO

Trabajaba en un taller de aceros galvanizados. Más de treinta años domando la dura y pesada estructura del metal, habían ido templando su temperamento hasta convertirlo en un hombre recio, grave, firme y recto como una viga de hierro que tenía que soportar sobre su fortaleza todo el techo de un hogar.

Estaba esperando en la cola de la pollería. Había salido del trabajo y todavía llevaba puesto el mono azul que olía a soldaduras y a virutas de hierro, ese olor peculiar de la metalurgia, como a una mezcla de grasa y sangre. La pollera, una mujeruca de cara abotargada y bobalicona, con sus gafas de culo de vaso miraba un billete de veinte euros al trasluz. Él esperaba su turno con el mentón elevado, las grandes manos cruzadas en pose estatuaria.

De repente le sonó el móvil. Al otro lado de la línea se oyó una vocecilla gangosa con cierto tono de despotismo:

- Oye, pásate por la droguería y tráeme acondicionador-

- Ummm- titubeó el forjador de hierro antes de hablar- pero Cristina, son casi las ocho, pa qué quieres ahora el acondicionador-

- ¡Tengo el pelo mojado y necesito el acondicionador!-

- No, Cristina, - respondió el padre haciendo un gesto firme y definitivo con la mano, como un carnicero que descarga con decisión el hacha sobre la carne muerta- te apañas sin el acondicionador, son casi las ocho y si no han cerrao estarán a punto de cerrar-

- ¡¡Quiero el acondicionador!!- Gritó la niña a través del teléfono.

- Que no, Cristina, no insistas, que no, no, ¿eh?, que no, al Mercadona no voy ahora, que no, que no,  vale ya, Cristina, vale ya-

- ¡¡¡Que me compres el acondicionadoooooorrrr!!!- Berreó la niña, soltando un gallo al final del grito, como una soprano interpretando Las Valquirias de Wagner.

- ¡Que no, Cristina, se acabó, he dicho que no y es que no, adiós!-

- ¡¡¡¡Tráeme el acondicionadoooooorrrrr....!!!!- Se oyó gritar todavía a la niña, como una voz del subconsciente, como un obsesivo cargo de conciencia, mientras el padre cortaba la comunicación-

Una vieja con pelusa polvorienta en el pelo estropajoso y con una nube en un ojo alicaído, se le quedó mirando con la boca abierta.

- Esa manía de ducharse todos los días,- se justificó el padre, resoplando, como si hablara consigo mismo- los jóvenes de ahora están grillaos, antes nos duchábamos sólo una vez al mes, y cuando nos duchábamos, y mira...aquí estamos, hoy en día a los hijos se les consiente todo, hay que ser más firmes con ellos, porque si no...-

-¡Diga usté que sí!-

Salió a la calle con su bolsa de higaditos y torció a la izquierda en dirección al coche. De repente se vio reflejado en el escaparate de la autoescuela. Tenía los ojos caídos, la expresión vencida, como un exvoto de cera derritiéndose en el fuego. Pensó en su hija, en sus constantes rabietas, en su tristeza permanente, condenada de por vida a aquella maldita silla de ruedas. Sintió que todo el acero de su carácter se ablandaba al calor de un amor hondo y suave como el aliento de una fuente termal, un amor doloroso como un beso en la frente de un muerto. Aun sabiendo que hacía mal, como siempre, por cierto, volvió sobre sus pasos y se apresuró para llegar a la droguería antes de que cerraran.

Soplaba el viento, y en el cielo, la luna ostentaba una grande y perfecta aureola premonitoria.

 

alma de trapo

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ALMA DE TRAPO

Tenía la nariz grande, los ojos pequeños, las orejas de soplillo, el pelo inflado y  revuelto como el de Harpo Marx, la espalda jorobada, los pies torcidos, los pantalones caídos, pasados de moda, hechos con remiendos, los zapatones desatados, los faldones fuera, la chaquetilla demasiado pequeña, como la de un torero. A sus pies el estuche abierto de la trompeta, con unas monedas de reclamo en su fondo aterciopelado. Estaba plantado frente al Palacio de la Ópera, al lado de un charco donde, lenta y cadenciosamente como en una clepsidra, caían desde los tejados las gotas de las últimas lluvias, bajo el rótulo cochambroso de un viejo café, junto a las mesas perfectamente alineadas de una terraza, en la calle peatonal por donde pasaban los turistas hacia la Plaza de Oriente.

Su vida había sido una continua sucesión de tribulaciones: un martes trece, al pasar con su paraguas abierto por debajo de una escalera, tropezó con un gato negro que estaba agazapado en la oscuridad y rompió un espejo que llevaba bajo el brazo junto a una jaula de periquitos, cayendo sobre la mesa coja de una terraza y derribando la sal sobre el mantel, el camarero, que era tuerto, lo miró con hosquedad y le echó una maldición.

Sentía los brazos entumecidos, todo el día allí de pie, con la abollada trompeta entre las manos, por el mísero estipendio de unas monedas mugrientas que no lo sacarían jamás de su miseria. Pero así era la vida, en el intrascendente accidente que es el destino del mundo, le había tocado ser músico callejero, payaso bailarín, personaje sin voluntad, alma de trapo viejo a la intemperie del devenir.

De repente sintió en las mangas el brusco tirón de las cuerdas accionando sus músculos de algodón. ¡Venga, venga! otra vez a tocar, a mover esperpénticamente las piernas descoyuntadas, a contorsionar el cuerpo ridículamente, como un borracho de verbena, con los acordes de Paquito el Chocolatero. Sobre su cabeza, las manos blancas de una hermosa joven de grandes ojos sensuales, regía sus movimientos con pericia, mientras la gente iba arremolinándose con una sonrisa de aprobación, y el sol de otoño se ponía melancólicamente tras los jardines del Palacio Real.

 

 

un pez de secano

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CRISTALES ROTOS

-¡¡¡Te he dicho que lo ha pagao mi padreeeee!!!- Aulló la hija mayor, roja de ira, cerrando los puños y doblando el cuerpo. La cara llena de granos, los ojos grandes y adiamantados como los de su madre, al borde de las lágrimas, la boca derretida en una mueca de asco inefable.

- Bueno, Diana,- trató de contemporizar la madre, levantando el auricular del teléfono- déjame que llame a la papelería pa aclararlo-

- ¡¡¡Te he dicho que lo ha pagao mi padreeeee!!!- Volvió a gritar la hija mayor, desencajada, rota, enloquecida como una furia.

La pequeña, tirada en el suelo, con su pelo cobrizo y rizado de muñeca y sus gafas de aumento, se puso a llorar histéricamente y a dar patadas en el aire.

El mediano, Ízan, miraba la escena con ojos inocentes y una leve sonrisa en los labios, parecía el santo niño de una estampita, un santo bienaventurado con autismo y retraso psicomotor.

El padre apareció de repente en lo alto de las escaleras que conducían a la planta de arriba. La calva le brilló bajo el resplandor de los alógenos, como una bola de billar bajo el foco que abraza con su cálido aliento a la mesa.

- ¡Mira, Jacinto,- habló la madre con voz chillona y trémula, tras una tensa espera, a través del auricular- quiero saber si te debemos todavía el libro que se llevó Diana para la primera evaluación-

-¡¡¡Que lo pagó mi padreeeee!!!-

- Se debe, ¿verdá? es que dice que su padre ya fue a pagarlo, ¿eh? ah, claro, claro, era otro ¿verdá?, claro, claro, bueno, entonces ese se debe ¿verdá?-

-¡¡¡Que lo pagó mi padreeeee!!!-

- ¡Por favor Diana, déjame hablar un momento!-

El padre, desde lo alto de la escalera, emitía unos sonidos guturales que parecían ronquidos estertóreos que  pretendían ser palabras. Nadie lo escuchaba ni lo entendía.

La niña pequeña, en el paroxismo de su rabieta, derribó de una patada un velador con un florero vacío de cristal que se hizo añicos al caer al suelo.

-¡¡Diana, por favor, coge a tu hermana que se va a cortar!!-

Aquel hogar era en realidad un campo de batalla calcinado donde se luchaba a muerte, cuerpo a cuerpo a bayoneta calada. Había una bomba escondida en el cajón de algún mueble, que el día menos pensado estallaría despedazándolos a todos por los aires. Quizás  ya había estallado y todavía no se habían dado cuenta. 

¿Cómo habían llegado a aquella situación extrema? Por una razonada sentencia judicial, el matrimonio se había separado teniendo que compartir la misma casa. El padre, delineante en paro permanente, vivía en el piso de arriba. La madre, maestra que nunca ejerció, en la planta de abajo. Cuando accidentalmente se cruzaban en el vestíbulo, se hablaban con puñaladas de silencio, alguna mirada furtiva desde el espejo o algún gesto de cansancio infinito o de desprecio encallecido.

-¡Deja esas sobras que son para el gato!- Le dijo ella una vez que estaba más relajada y comunicativa que de costumbre, después de nueve meses sin dirigirle la palabra. Él cogió el plato de las sobras que le prohibían comerse y lo estrelló con furia homicida contra la pared.

Él era casi veinte años mayor que ella, y, ¡quién lo diría!, al principio se amaban a pesar de tener en contra todos los hipócritas convencionalismos familiares y sociales, o tal vez precisamente por eso. Al despedirse, de novios, él se quedaba contemplando cómo ella se alejaba entre las viejas casas del pueblo, con su pelo largo y brillante, su cuerpo joven y henchido y su belleza impoluta y resplandeciente. Entonces ella volvía la cabeza y le sonreía con aquella sonrisa que era como un faro en medio de una tempestad.

Después, el tiempo, los trabajos y los días, las penurias económicas, las depresiones de la mayor, el niño deficiente, las tragedias inesperadas de la vida, la pequeña no deseada, la falta de respeto a uno mismo y en consecuencia a los demás....En fin. Un buen día, en el fragor de una de aquellas discusiones cada vez más frecuentes, él la cogió del pelo y la arrastró hasta el coche en medio de la calle. Estaba celoso porque la había sorprendido hablando y riendo (como ya no hablaba ni reía con él) con el profesor de tenis de la niña. Una vez dentro del coche, ella le espetó casi entre dientes: "Cavernícola", y se guardó dentro el odio, como una masa de levadura a la que iría dando forma en un rincón oscuro de su corazón.

La pequeña seguía berreando tirada en el suelo entre cristales rotos, agitándose como un pez sin agua, como un pez de secano.

-¡¡¡Te he dicho que ya lo pagó mi padreeeee!!! ¡¡¡joder!!! ¡¡¡me quiero morirrrrr!!!- Seguía gritando, fuera de sí, la mayor.

La madre colgó el teléfono en medio de aquel babélico Apocalipsis.

Fuera, tras la ventana, reverberó en la noche un eco dulzón de tristeza, semejante al olor que tiene la muerte.

 

 

 

alma en pena

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ALMA EN PENA

Es otra pobre más.

Lo perdió todo. Se lo arrebataron.

La casa, la salud, la esperanza.

Ahora se pasa el día sin ver el sol,

dando vueltas por el callejón sin salida de su cabeza,

encerrada en la oscuridad de las horas

como un perro en la jaula de una perrera.

Un alma en pena que  deambula por los corredores

mientras todas las puertas se cierran.

Desgreñada, harapienta,

mira la televisión con ojos apagados

como cirios en la cripta de una iglesia.

Me parece que hay algo obsceno en la felicidad

mientras ella siga ahí viva,

mientras ella siga ahí muerta.

 

arrepentimiento

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ME arrepiento de todo corazón de tantas cosas,

que entre errar y arrepentirme se me va pasando la vida.

Miro hacia atrás y sólo veo ruinas de arrepentimiento,

nubes de culpa, escombros de esperanza.

Me he sentido muerto tantas veces,

muerto de fracasos, muerto de derrotas, muerto de desánimo, 

que me pregunto si llegaré vivo a la muerte.

 

 

tirándole piedras a la luna

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TIRÁNDOLE PIEDRAS A LA LUNA

 

El cántaro sobre la piedra

Un saco de vísceras

 

 

 

 

 

 

 

 

Bebe, este es el rojo vino de la vida.

Deja de quejarte como un buey que agoniza en el desierto.

Mil hermosas muchachas se amontonan en tu puerta

con flores en los cabellos.

Sal por un instante de tus sombríos pensamientos,

de tus temores subterráneos,

de tus momificados dogmas resecos.

Aún bulle la vida en las venas

como un manantial que se despeña

sin preguntarse dónde está el mar.

Vive. Todavía la vida te guarda

unos cuantos besos más.

 

 

 

 

 

EL BAILE DE LOS ESPÍRITUS

 

Habían colgado guirnaldas del techo. Un individuo de cara abotargada y gafas de aumento, tocaba muy serio el organillo en un rincón. Junto a él, pintarrajeada como una mona loca y con el micrófono en la mano, la septuagenaria artista Luci Garbo cantaba con voz quebrada, meneando grotescamente las caderas consumidas y dando pasitos cortos hacia delante y hacia atrás.

- Porque no engraso los ejes  (dos pasitos adelante dos pasitos atrás) me llaman abandonaooooo, porque no engraso los ejes, me llaman abandonaooooo- 

Tras la ventana el sol rasgaba las nubes con una luz sanguinolenta de atardecer.

Varias parejas se movían artrósicamente por la pista, como marionetas accionadas por la  prótesis de un manco.

Un viejo huraño observaba desde su rincón las evoluciones de aquel último baile, con una mezcla de envidia y desprecio. Animado por la música pensó en sacar a bailar a doña Aurorita y a punto estuvo de hacerlo ¿por qué no?, pero finalmente abandonó la idea no fuera a ser que con el traqueteo del baile se le rompiera la bolsa de orines que llevaba oculta bajo la pernera del pantalón. Le gustaba doña Aurorita, como había trabajado durante muchos años de chacha en Francia, conservaba al hablar un gracioso seseo que ella acentuaba con coquetería. Además era muy joven, no tendría más de setenta años, casi una niña. De repente sintió un vahído de celos cuando vio cómo el cocinillas de don Manuel se le adelantaba y la sacaba a bailar, agarrándola casi obscenamente por debajo de la cintura. Don Manuel era un relojero jubilado natural de Don Benito que olía a cortezas de cerdo, tenía cara de pájaro carpintero, con los pelos de punta, las perneras muy cortas y el cuello de la americana  subido como Bogart, sonreía satisfecho con un solo diente y con los ojos muy abiertos de incredulidad.  

- ¿Tú no bailas, don Luis?- Le preguntó efusivamente una enfermera muy guapa que olía muy bien, a primavera, a vida, ... a sexo.

- Yo ya no estoy pa bailes, Merche, hermosa- Contestó el viejo con un mohín de cansancio.

Flotaba en la sala un desvaído tufo de tristeza, la tristeza del domingo por la tarde. Con un escalofrío pensó que, como casi todos los allí presentes, pronto estaría muerto. La tierra caería sobre su cuerpo mórbido, con ese hedor a sepultura que emana de la tierra removida como un aliento macabro. Aunque ahora parecía increíble, en otro tiempo había sido joven, había gozado de bellas mujeres, había tenido hijos, había amado, había viajado, había tenido miedo, de manera  imperceptible había ido desde Heráclito hasta Parménides, desde el devenir de la vida hasta la quietud de la vejez, y todo para acabar finalmente en esa oscuridad definitiva de la tierra húmeda y pesada, fría y cálida al mismo tiempo. No entendía nada. Miraba de noche la inmensidad del firmamento con su infinidad de luminarias y le parecía un misterio inescrutable ante el que sentía vértigo. Miraba al suelo y no encontraba explicación a la perseverancia de una hormiga arrastrando un grano de trigo. Se sentía perplejo y asustado como un niño perdido en una feria.

El músico abotargado continuó marcando con su organillo el ritmo del popurrí a la artista septuagenaria, que parecía una acartonada momia descomponiéndose, con el maquillaje del rostro devastado por el sudor, la cara como la cecina de León, cetrina, con más arrugas que la camisa de un separado, las gafas de culo de vaso, sucias como el cielo sobre unos altos hornos, los pellejos colganderos, y una peluca de momia polvorienta cubriendo la calva ionesquiana. Era absolutamente fea, más fea que la envidia, fea de solemnidad, pero cantaba con ganas, eso no se le podía negar a la diva.

- Mami que será lo que quiere el neeegrooo, mami que será lo que quiere el neégrooooo-

Junto a la mesa de la televisión, una auxiliar muy gorda con el pelo marcialmente corto, las cejas juntas y la nuca de toro, sudaba como un pollo dando de comer por una sonda nasogástrica a un anciano muy pálido que no se sabía si estaba vivo o muerto.

Una vieja con el pelo como la pelusa de los muebles y los pechos como los restos de dos globos explotados, se detuvo en el umbral de la puerta apoyada en su andador, y miró aquel baile de espíritus, de sombras del Hades, con una expresión neutra y vencida en sus ojos exhaustos, una expresión de perro abandonado, como si todo aquello no fuera con ella.

 

 

 

 

 

-

No creas a quien te diga que me he muerto.

Tú mejor que nadie sabes que ardo con tu fuego,

que me siguen seduciendo tus milagros y misterios,

que me ilumina tu resplandor,

que me alimenta tu sangre viva,

que en los laberintos de la lujuria buscándote me pierdo,

que respiro con tu denso olor,

que me animan tus movimientos,

que clavado en tu carne vivo,

enfangado hasta la cintura en los pecados de tu cuerpo.

 

 

 

 

 

 

NOCHE CLARA DEL ALMA

 

Y apareces en las noches de luna llena,

preñada de fuego, henchida de luz,

creciendo mientras todas las cosas menguan.

Mientras todas las cosas mueren

tu carne vive y alienta

como un vientre fecundado.

Ardes como la savia en las venas,

y la noche oscura del alma

se vuelve clara a tu lado.

 

 

 

 

LA PLAYA DE ARIADNA

 

La gente iba y venía en una caudalosa corriente que, como el río de Heráclito, cambiaba continuamente y sin embargo siempre permanecía. Presencias fugaces como breves fogonazos en la inmensa oscuridad del destino.

Abrió el libro por una página marcada con una flor seca:

"...no, yo no era el único amor de Billy. Tenía a otra, sí..., y se puede decir que me abandonó por ella."

Se subió las gafas con un dedo e intentó concentrarse en la lectura. Todavía faltaba casi una hora para que saliera su vuelo. Se sentía a gusto en los aeropuertos, con sus largos pasillos, sus amplios vestíbulos y sus paneles fluorescentes, eran sitios neutros e impolutos, de paso, sin rasgos de personalidad, como esas sombras blancas en marcos vacíos que aparecen en algunos perfiles de Facebook. Sombras fantasmagóricas que te traspasan sin herirte, como seres de otra dimensión.

Visi Vaquero Capilla. Maestra de primara. Treinta y nueve años, obesa, poco agraciada, soltera y sin compromiso. No era una Reina del Sur bregando heroicamente contra la corriente de la vida, sino más bien una soñadora Ariadna que se había quedado dormida a la orilla del mar y había perdido el barco del amor. Ya ni siquiera esperaba que un dios bajase en un carro de fuego a rescatarla en el último momento, simplemente permanecía sentada en la arena, leyendo novelas románticas y contemplando cómo el sol se ahogaba lentamente en el mar. Se había acostumbrado a ver la vida tras un cristal protector. Viajaba, viajar era su gran pasión, pero lo hacía como si el mundo fuera una película en la que ella no tenía otro papel que el de ávida espectadora. Grecia, Egipto, China, la vuelta al mundo...Viajaba para huir de esa lúgubre Ítaca de su soledad, de la triste pensión kafkiana, de la rutina de los niños que no eran suyos, del viento helado del desamor, aunque, en el fondo, no por viajar dejaba de sentirse sola.

Pasó a su lado una voluptuosa joven de largos cabellos y formas rotundas y provocativas, que atrajo la atención del mudo que repartía los periódicos.

-"¡¡Fhhaaaahhhhh,...pfua puaaaaaaaaaahhh..... paaaaaahhhh....!!! Gritó el mudo a la joven que meneó el culo con descaro, sabedora de las pasiones que provocaba su explícita belleza.

Con sus gafas de aumento y su cara redonda de monja, a ella nadie la había piropeado nunca. Bueno, sí, miento, una vez el profesor de gimnasia le dijo que tenía una risa muy bonita, pero de eso hacía ya muchos años, cuando empezaba las prácticas en el colegio Dionisio Aguado de Fuenlabrada.

Miró de nuevo su reloj. Todavía faltaba media hora. Se rascó en un brazo y continuó leyendo:

"Ahora- dijo- déjame sentir tu corazón palpitando contra el mío"

 

 

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