un pez de secano

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CRISTALES ROTOS

-¡¡¡Te he dicho que lo ha pagao mi padreeeee!!!- Aulló la hija mayor, roja de ira, cerrando los puños y doblando el cuerpo. La cara llena de granos, los ojos grandes y adiamantados como los de su madre, al borde de las lágrimas, la boca derretida en una mueca de asco inefable.

- Bueno, Diana,- trató de contemporizar la madre, levantando el auricular del teléfono- déjame que llame a la papelería pa aclararlo-

- ¡¡¡Te he dicho que lo ha pagao mi padreeeee!!!- Volvió a gritar la hija mayor, desencajada, rota, enloquecida como una furia.

La pequeña, tirada en el suelo, con su pelo cobrizo y rizado de muñeca y sus gafas de aumento, se puso a llorar histéricamente y a dar patadas en el aire.

El mediano, Ízan, miraba la escena con ojos inocentes y una leve sonrisa en los labios, parecía el santo niño de una estampita, un santo bienaventurado con autismo y retraso psicomotor.

El padre apareció de repente en lo alto de las escaleras que conducían a la planta de arriba. La calva le brilló bajo el resplandor de los alógenos, como una bola de billar bajo el foco que abraza con su cálido aliento a la mesa.

- ¡Mira, Jacinto,- habló la madre con voz chillona y trémula, tras una tensa espera, a través del auricular- quiero saber si te debemos todavía el libro que se llevó Diana para la primera evaluación-

-¡¡¡Que lo pagó mi padreeeee!!!-

- Se debe, ¿verdá? es que dice que su padre ya fue a pagarlo, ¿eh? ah, claro, claro, era otro ¿verdá?, claro, claro, bueno, entonces ese se debe ¿verdá?-

-¡¡¡Que lo pagó mi padreeeee!!!-

- ¡Por favor Diana, déjame hablar un momento!-

El padre, desde lo alto de la escalera, emitía unos sonidos guturales que parecían ronquidos estertóreos que  pretendían ser palabras. Nadie lo escuchaba ni lo entendía.

La niña pequeña, en el paroxismo de su rabieta, derribó de una patada un velador con un florero vacío de cristal que se hizo añicos al caer al suelo.

-¡¡Diana, por favor, coge a tu hermana que se va a cortar!!-

Aquel hogar era en realidad un campo de batalla calcinado donde se luchaba a muerte, cuerpo a cuerpo a bayoneta calada. Había una bomba escondida en el cajón de algún mueble, que el día menos pensado estallaría despedazándolos a todos por los aires. Quizás  ya había estallado y todavía no se habían dado cuenta. 

¿Cómo habían llegado a aquella situación extrema? Por una razonada sentencia judicial, el matrimonio se había separado teniendo que compartir la misma casa. El padre, delineante en paro permanente, vivía en el piso de arriba. La madre, maestra que nunca ejerció, en la planta de abajo. Cuando accidentalmente se cruzaban en el vestíbulo, se hablaban con puñaladas de silencio, alguna mirada furtiva desde el espejo o algún gesto de cansancio infinito o de desprecio encallecido.

-¡Deja esas sobras que son para el gato!- Le dijo ella una vez que estaba más relajada y comunicativa que de costumbre, después de nueve meses sin dirigirle la palabra. Él cogió el plato de las sobras que le prohibían comerse y lo estrelló con furia homicida contra la pared.

Él era casi veinte años mayor que ella, y, ¡quién lo diría!, al principio se amaban a pesar de tener en contra todos los hipócritas convencionalismos familiares y sociales, o tal vez precisamente por eso. Al despedirse, de novios, él se quedaba contemplando cómo ella se alejaba entre las viejas casas del pueblo, con su pelo largo y brillante, su cuerpo joven y henchido y su belleza impoluta y resplandeciente. Entonces ella volvía la cabeza y le sonreía con aquella sonrisa que era como un faro en medio de una tempestad.

Después, el tiempo, los trabajos y los días, las penurias económicas, las depresiones de la mayor, el niño deficiente, las tragedias inesperadas de la vida, la pequeña no deseada, la falta de respeto a uno mismo y en consecuencia a los demás....En fin. Un buen día, en el fragor de una de aquellas discusiones cada vez más frecuentes, él la cogió del pelo y la arrastró hasta el coche en medio de la calle. Estaba celoso porque la había sorprendido hablando y riendo (como ya no hablaba ni reía con él) con el profesor de tenis de la niña. Una vez dentro del coche, ella le espetó casi entre dientes: "Cavernícola", y se guardó dentro el odio, como una masa de levadura a la que iría dando forma en un rincón oscuro de su corazón.

La pequeña seguía berreando tirada en el suelo entre cristales rotos, agitándose como un pez sin agua, como un pez de secano.

-¡¡¡Te he dicho que ya lo pagó mi padreeeee!!! ¡¡¡joder!!! ¡¡¡me quiero morirrrrr!!!- Seguía gritando, fuera de sí, la mayor.

La madre colgó el teléfono en medio de aquel babélico Apocalipsis.

Fuera, tras la ventana, reverberó en la noche un eco dulzón de tristeza, semejante al olor que tiene la muerte.

 

 

 

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