alma de trapo

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ALMA DE TRAPO

Tenía la nariz grande, los ojos pequeños, las orejas de soplillo, el pelo inflado y  revuelto como el de Harpo Marx, la espalda jorobada, los pies torcidos, los pantalones caídos, pasados de moda, hechos con remiendos, los zapatones desatados, los faldones fuera, la chaquetilla demasiado pequeña, como la de un torero. A sus pies el estuche abierto de la trompeta, con unas monedas de reclamo en su fondo aterciopelado. Estaba plantado frente al Palacio de la Ópera, al lado de un charco donde, lenta y cadenciosamente como en una clepsidra, caían desde los tejados las gotas de las últimas lluvias, bajo el rótulo cochambroso de un viejo café, junto a las mesas perfectamente alineadas de una terraza, en la calle peatonal por donde pasaban los turistas hacia la Plaza de Oriente.

Su vida había sido una continua sucesión de tribulaciones: un martes trece, al pasar con su paraguas abierto por debajo de una escalera, tropezó con un gato negro que estaba agazapado en la oscuridad y rompió un espejo que llevaba bajo el brazo junto a una jaula de periquitos, cayendo sobre la mesa coja de una terraza y derribando la sal sobre el mantel, el camarero, que era tuerto, lo miró con hosquedad y le echó una maldición.

Sentía los brazos entumecidos, todo el día allí de pie, con la abollada trompeta entre las manos, por el mísero estipendio de unas monedas mugrientas que no lo sacarían jamás de su miseria. Pero así era la vida, en el intrascendente accidente que es el destino del mundo, le había tocado ser músico callejero, payaso bailarín, personaje sin voluntad, alma de trapo viejo a la intemperie del devenir.

De repente sintió en las mangas el brusco tirón de las cuerdas accionando sus músculos de algodón. ¡Venga, venga! otra vez a tocar, a mover esperpénticamente las piernas descoyuntadas, a contorsionar el cuerpo ridículamente, como un borracho de verbena, con los acordes de Paquito el Chocolatero. Sobre su cabeza, las manos blancas de una hermosa joven de grandes ojos sensuales, regía sus movimientos con pericia, mientras la gente iba arremolinándose con una sonrisa de aprobación, y el sol de otoño se ponía melancólicamente tras los jardines del Palacio Real.

 

 

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