tirándole piedras a la luna

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TIRÁNDOLE PIEDRAS A LA LUNA

 

El cántaro sobre la piedra

Un saco de vísceras

 

 

 

 

 

 

 

 

Bebe, este es el rojo vino de la vida.

Deja de quejarte como un buey que agoniza en el desierto.

Mil hermosas muchachas se amontonan en tu puerta

con flores en los cabellos.

Sal por un instante de tus sombríos pensamientos,

de tus temores subterráneos,

de tus momificados dogmas resecos.

Aún bulle la vida en las venas

como un manantial que se despeña

sin preguntarse dónde está el mar.

Vive. Todavía la vida te guarda

unos cuantos besos más.

 

 

 

 

 

EL BAILE DE LOS ESPÍRITUS

 

Habían colgado guirnaldas del techo. Un individuo de cara abotargada y gafas de aumento, tocaba muy serio el organillo en un rincón. Junto a él, pintarrajeada como una mona loca y con el micrófono en la mano, la septuagenaria artista Luci Garbo cantaba con voz quebrada, meneando grotescamente las caderas consumidas y dando pasitos cortos hacia delante y hacia atrás.

- Porque no engraso los ejes  (dos pasitos adelante dos pasitos atrás) me llaman abandonaooooo, porque no engraso los ejes, me llaman abandonaooooo- 

Tras la ventana el sol rasgaba las nubes con una luz sanguinolenta de atardecer.

Varias parejas se movían artrósicamente por la pista, como marionetas accionadas por la  prótesis de un manco.

Un viejo huraño observaba desde su rincón las evoluciones de aquel último baile, con una mezcla de envidia y desprecio. Animado por la música pensó en sacar a bailar a doña Aurorita y a punto estuvo de hacerlo ¿por qué no?, pero finalmente abandonó la idea no fuera a ser que con el traqueteo del baile se le rompiera la bolsa de orines que llevaba oculta bajo la pernera del pantalón. Le gustaba doña Aurorita, como había trabajado durante muchos años de chacha en Francia, conservaba al hablar un gracioso seseo que ella acentuaba con coquetería. Además era muy joven, no tendría más de setenta años, casi una niña. De repente sintió un vahído de celos cuando vio cómo el cocinillas de don Manuel se le adelantaba y la sacaba a bailar, agarrándola casi obscenamente por debajo de la cintura. Don Manuel era un relojero jubilado natural de Don Benito que olía a cortezas de cerdo, tenía cara de pájaro carpintero, con los pelos de punta, las perneras muy cortas y el cuello de la americana  subido como Bogart, sonreía satisfecho con un solo diente y con los ojos muy abiertos de incredulidad.  

- ¿Tú no bailas, don Luis?- Le preguntó efusivamente una enfermera muy guapa que olía muy bien, a primavera, a vida, ... a sexo.

- Yo ya no estoy pa bailes, Merche, hermosa- Contestó el viejo con un mohín de cansancio.

Flotaba en la sala un desvaído tufo de tristeza, la tristeza del domingo por la tarde. Con un escalofrío pensó que, como casi todos los allí presentes, pronto estaría muerto. La tierra caería sobre su cuerpo mórbido, con ese hedor a sepultura que emana de la tierra removida como un aliento macabro. Aunque ahora parecía increíble, en otro tiempo había sido joven, había gozado de bellas mujeres, había tenido hijos, había amado, había viajado, había tenido miedo, de manera  imperceptible había ido desde Heráclito hasta Parménides, desde el devenir de la vida hasta la quietud de la vejez, y todo para acabar finalmente en esa oscuridad definitiva de la tierra húmeda y pesada, fría y cálida al mismo tiempo. No entendía nada. Miraba de noche la inmensidad del firmamento con su infinidad de luminarias y le parecía un misterio inescrutable ante el que sentía vértigo. Miraba al suelo y no encontraba explicación a la perseverancia de una hormiga arrastrando un grano de trigo. Se sentía perplejo y asustado como un niño perdido en una feria.

El músico abotargado continuó marcando con su organillo el ritmo del popurrí a la artista septuagenaria, que parecía una acartonada momia descomponiéndose, con el maquillaje del rostro devastado por el sudor, la cara como la cecina de León, cetrina, con más arrugas que la camisa de un separado, las gafas de culo de vaso, sucias como el cielo sobre unos altos hornos, los pellejos colganderos, y una peluca de momia polvorienta cubriendo la calva ionesquiana. Era absolutamente fea, más fea que la envidia, fea de solemnidad, pero cantaba con ganas, eso no se le podía negar a la diva.

- Mami que será lo que quiere el neeegrooo, mami que será lo que quiere el neégrooooo-

Junto a la mesa de la televisión, una auxiliar muy gorda con el pelo marcialmente corto, las cejas juntas y la nuca de toro, sudaba como un pollo dando de comer por una sonda nasogástrica a un anciano muy pálido que no se sabía si estaba vivo o muerto.

Una vieja con el pelo como la pelusa de los muebles y los pechos como los restos de dos globos explotados, se detuvo en el umbral de la puerta apoyada en su andador, y miró aquel baile de espíritus, de sombras del Hades, con una expresión neutra y vencida en sus ojos exhaustos, una expresión de perro abandonado, como si todo aquello no fuera con ella.

 

 

 

 

 

-

No creas a quien te diga que me he muerto.

Tú mejor que nadie sabes que ardo con tu fuego,

que me siguen seduciendo tus milagros y misterios,

que me ilumina tu resplandor,

que me alimenta tu sangre viva,

que en los laberintos de la lujuria buscándote me pierdo,

que respiro con tu denso olor,

que me animan tus movimientos,

que clavado en tu carne vivo,

enfangado hasta la cintura en los pecados de tu cuerpo.

 

 

 

 

 

 

NOCHE CLARA DEL ALMA

 

Y apareces en las noches de luna llena,

preñada de fuego, henchida de luz,

creciendo mientras todas las cosas menguan.

Mientras todas las cosas mueren

tu carne vive y alienta

como un vientre fecundado.

Ardes como la savia en las venas,

y la noche oscura del alma

se vuelve clara a tu lado.

 

 

 

 

LA PLAYA DE ARIADNA

 

La gente iba y venía en una caudalosa corriente que, como el río de Heráclito, cambiaba continuamente y sin embargo siempre permanecía. Presencias fugaces como breves fogonazos en la inmensa oscuridad del destino.

Abrió el libro por una página marcada con una flor seca:

"...no, yo no era el único amor de Billy. Tenía a otra, sí..., y se puede decir que me abandonó por ella."

Se subió las gafas con un dedo e intentó concentrarse en la lectura. Todavía faltaba casi una hora para que saliera su vuelo. Se sentía a gusto en los aeropuertos, con sus largos pasillos, sus amplios vestíbulos y sus paneles fluorescentes, eran sitios neutros e impolutos, de paso, sin rasgos de personalidad, como esas sombras blancas en marcos vacíos que aparecen en algunos perfiles de Facebook. Sombras fantasmagóricas que te traspasan sin herirte, como seres de otra dimensión.

Visi Vaquero Capilla. Maestra de primara. Treinta y nueve años, obesa, poco agraciada, soltera y sin compromiso. No era una Reina del Sur bregando heroicamente contra la corriente de la vida, sino más bien una soñadora Ariadna que se había quedado dormida a la orilla del mar y había perdido el barco del amor. Ya ni siquiera esperaba que un dios bajase en un carro de fuego a rescatarla en el último momento, simplemente permanecía sentada en la arena, leyendo novelas románticas y contemplando cómo el sol se ahogaba lentamente en el mar. Se había acostumbrado a ver la vida tras un cristal protector. Viajaba, viajar era su gran pasión, pero lo hacía como si el mundo fuera una película en la que ella no tenía otro papel que el de ávida espectadora. Grecia, Egipto, China, la vuelta al mundo...Viajaba para huir de esa lúgubre Ítaca de su soledad, de la triste pensión kafkiana, de la rutina de los niños que no eran suyos, del viento helado del desamor, aunque, en el fondo, no por viajar dejaba de sentirse sola.

Pasó a su lado una voluptuosa joven de largos cabellos y formas rotundas y provocativas, que atrajo la atención del mudo que repartía los periódicos.

-"¡¡Fhhaaaahhhhh,...pfua puaaaaaaaaaahhh..... paaaaaahhhh....!!! Gritó el mudo a la joven que meneó el culo con descaro, sabedora de las pasiones que provocaba su explícita belleza.

Con sus gafas de aumento y su cara redonda de monja, a ella nadie la había piropeado nunca. Bueno, sí, miento, una vez el profesor de gimnasia le dijo que tenía una risa muy bonita, pero de eso hacía ya muchos años, cuando empezaba las prácticas en el colegio Dionisio Aguado de Fuenlabrada.

Miró de nuevo su reloj. Todavía faltaba media hora. Se rascó en un brazo y continuó leyendo:

"Ahora- dijo- déjame sentir tu corazón palpitando contra el mío"

 

 

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