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en el interior de una botella

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NINGUNA ITACA

 

Has llegado al final de tus viajes,

y descubres ahora que aquellos peligrosos mares,

aquellas insólitas aventuras, aquellas épicas guerras,

tuvieron por escenario el abismal interior de una botella.

Mira, ya no existe Itaca donde volver a morir,

ni cueva donde pasar las noches en los brazos de una diosa.

Telémaco jamás te perdonó que te marcharas lejos,

habiendo tantas cosas por hacer tan cerca.

Pero la vida sigue siendo un devenir inescrutable

y un seductor y mortal canto de sirenas.

Tarde comprendes que no se puede huir del corazón,

salir de puntillas dejándolo abandonado sobre la mesa.

Sólo exijo ¡a un héroe de tu leyenda!

un último gesto de dignidad,

y que cuando te marches, cuando te apagues,

lo hagas con el paso firme, templado el corazón herido,

y levantada, otra vez, la cabeza.

 

a media mañana

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            A MEDIA MAÑANA

 

Detuvo la furgoneta en la boca de salida de la gasolinera. Apagó el motor, abrió la guantera y cogió un plátano. Previamente había tenido la consideración de poner las luces de emergencia. Cerca se oían gritos, como de monos jugando en las ramas de los árboles. Un pajarillo volaba por el cielo azul, ajeno a todo, subiendo y bajando en plácidas ondas. Dentro de la gasolinera, que estaba enfrente de un puticlub de carretera con la ropa tendida en las ventanas, la empleada, una muchacha morena de piel muy blanca y una expresión limpia en sus grandes ojos oscuros, hablaba por teléfono:

-         Eso está en ti- decía con una voz como de campanillas- el problema está en ti, no puedes seguir así, tienes que plantarte-

El de la furgoneta peló el plátano y arrojó la cáscara por la ventanilla abierta. Se puso a comer a dos carrillos, haciendo un ruido de regodeo porcino, las venas de las sientes dilatadas, los pelos de la nuca, al final de la calavera, subiendo y bajando al ritmo de la rumba que tenía puesta en el casete de la radio. En el salpicadero, dentro de un marquito imantado, había una foto de una muchacha con coletas, abotargada y sonriente, que parecía una muñeca chochona de la tómbola de una feria de pueblo. 

La furgoneta, que tenía matrícula de Toledo, bloqueaba el paso a los demás coches. Un conductor con cara de cura llevaba un buen rato esperando con la mano sobre el claxon sin decidirse a pitar. Detrás de él se detuvo un alfa romeo con dos chicas jóvenes.

El de la furgoneta acabó su plátano y se limpió los dedos en los laterales del asiento. El cura hizo ademán de tocar el claxon, pero la fuerza electromagnética del instinto de conservación se lo impedía. Viendo el brazo que asomaba por la ventanilla de la furgoneta, tenía el presentimiento de que se desencadenaría una guerra nuclear si se le ocurría accionar el botón de la trompetilla en el centro del volante. Así que, miró el reloj, se subió las gafas de aumento con un dedo tembloroso, y componiendo una expresión de humillante resignación e ira reprimida que confirió cierta pátina de interés a su rostro anodino, destrabó un hondo suspiro y continuó esperando.

Las chichas del alfa romeo, cansadas de esperar, decidieron aprovechar para repostar y dieron marcha atrás hasta la calle cinco.

La chica de la gasolinera decía ahora:

-         ¿qué quieres que te diga?, pues que eres un pesao-

El de la furgoneta se rascó en el antebrazo, y con una expresión inefable en los ojos, sucia, violenta y al mismo tiempo infantil, se miró en el retrovisor:

Veía a un tío casi guapo, atractivo, así, de soslayo, un poco macarra, interesante, malo, como les gusta a las mujeres, a pesar de esa barriga cervecera cada día más prominente, y de ese tufillo como a zoológico, como a cloaca, que exhalaba su piel pringosa.

La chica de la gasolinera dijo con voz cansada, sensualmente triste:

-         bueno, vale, adiós- Y colgó el teléfono justo cuando las chicas del alfa romeo abrían la puerta de la tienda para pagar.

El de la furgoneta giró por fin la llave de contacto y el motor arrancó con un rugido de bestia ronca. Abrió la boca como si fuera a comerse el futuro, y acompasando sus cuerdas vocales, como quien afina un instrumento musical, emitió un rotundo regüeldo que reverberó en la mañana de primavera.

El Universo volvía a estar en armonía, como el agua de un pozo al que, momentos antes, se ha arrojado una piedra.

 

 

 

 

¡ya está meando la vaca!

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¡YA ESTÁ MEANDO LA VACA!

 

Lunes. Siete de la mañana. Se miró en el espejo del baño: cuatro pelos en la calavera, cuatro dientes amarillentos en la boca, el cuerpo como una bota de vino, las patas de araña, los músculos fofos, los huesos reumáticos.

"¡Qué mala es la vejez!" Pensó componiendo un gesto de angustiosa resignación.

Recordó un domingo cuando fue a ver a su madre a la residencia, poco antes de que, a su pesar, la trasladaran al cementerio. Había una vieja con alzheimer que leía en un rincón gruesos libros que enseguida olvidaba, pero mientras los leía se estaba evadiendo de los estragos de la vejez, la vejez con su caterva de miserias, enfermedades y podredumbres.

Tras asearse se dirigió a la cocina. En el pasillo se cruzó con ella. Apenas se miraron. Después de cuarenta años casados ya se tenían muy vistos. Al principio no era así. Él nunca se cansaba de mirarla.

Recordó una tarde en el Parque del Oeste. La lluvia golpeaba el techo del coche con una cadencia íntima. Ella estaba preciosa. Se había puesto un poco de colorete en las mejillas y se había pintado los ojos. Aquellos ojos grandes que ardían con el fuego sagrado de la juventud. Sintió miedo: ¡era tan hermosa!

-         ¡Di algo, Matu!- Exclamó ella zarandeándolo cariñosamente.

-         Qué quieres que diga, habla tú- Contestó él taciturno.

Cuando entraron en Casa Mingo un viejo se puso a mirarla con descaro.

-         ¡Qué ostias estás mirando tú!- Le increpó Matute sin poder aguantarse ya más.

-         Miro a una belleza ,- respondió el viejo con voz sosegada- tiene usted una mujer muy bonita, enhorabuena hombre-

Ante aquella respuesta no supo cómo reaccionar. Se atusó el bigote que se había dejado en la mili y se puso colorado. Ella, con su minifalda y su pelo largo, parecía sonreír.

En la cocina olía a café. Encima de la mesa tenía preparada su taza con sus magdalenas al lado. El reloj golpeaba los segundos como el martillo de un juez. Pensó en sus hijas, en el primer nieto que estaban esperando de la pequeña. La vida le pareció una cosa extraña, tenía un regusto agradable y a la vez asaz amargo, como bayas venenosas.

Junto a la puerta, en un rincón, estaba su maletín de representante de puzzles de arte. Puzzles de quinientas piezas, de mil, de dos mil. Todos difíciles, con colores premeditadamente equívocos, un poco como la vida. Las meninas, el beso, el jardín de las delicias, los girasoles, y ese cuadro con el que sin saber porqué, y sin gustarle en realidad nada, tanto se identificaba: el grito.

De repente, en medio del silencio, la oyó mear. El chorro cayó sobre el agua de la taza con fuerza y precisión, como el agua de la lluvia que se precipita por una canaleta tras una tormenta de verano.

"¡Ya está meando la vaca!" Pensó con un mohín de asco.

¡Había pasado tanto tiempo, tanto placer, tanto sufrimiento, tanto desengaño, desde aquella tarde de sábado cuando llovía sobre el capó del seat coupé en el Parque del Oeste!  

Sin posibilidad de remisión, se sintió atrapado por el tiempo, como una liebre en las fauces de un galgo tras una larga e inútil carrera contra el destino.

¡En fin!, habría que haber visto a Romeo y Julieta después de cuarenta años de matrimonio.

Con un tintineo de soledad removió el descafeinado humeante. Ella, por su parte, tiró de la cadena.

 

 

¿A dónde vas?

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¿A DÓNDE VAS?

 

Una auxiliar, joven y frutal como una manzana que enrojece al sol, salió del ascensor con un fardo de ropa blanca, y con unos andares como las hondas que una piedra levanta en la superficie del agua, se alejó por el pasillo que llevaba a la lavandería.

El viejo salió del umbral donde se había ocultado, y con sigilo de prófugo alcanzó la rampa por donde entraban los coches fúnebres para llevarse, con nocturnidad y alevosía, a los residentes que morían de madrugada.

Jadeando estertóreamente, con una bolsa del Ahorramás en la mano, donde llevaba sus pertenencias (algunas fotos ajadas y unos mendrugos de pan que había robado de la cocina), subió la cuesta y ganó la calle bajo una cortina de lluvia que le cegaba, una lluvia enloquecida que arrancaba violentamente las hojas de los árboles.

Faltaba ya poco para que amaneciera. Con un trotecillo como el de Rocinante cuando salió al campo por la puerta trasera del corral, se fue alejando por la calle desierta, volviendo de vez en cuando la cabeza para ver si lo seguían.

A pesar de la lluvia sentía calor en las mejillas, un ardor como de llanto, como el llanto de un preso que  jamás podrá escapar de su condena. Con su bolsa de orines asomando por la pernera del pantalón, cruzó la carretera general en pos del camino que llevaba a su pueblo, a su casa, a aquella robusta juventud de sueños vírgenes que nunca se realizaron. Quería dejar atrás la muerte, la vejez, la soledad, pero sentía calambres en las piernas, y su pecho, consumido como la ceniza de un cigarro, no era capaz de transformar en oxígeno el aire que tragaba a bocanadas como un pez fuera del agua.

Era una mosca bregando desesperadamente en una tela de araña.

¡No me cogerán! Se decía a sí mismo dándose ánimos. Ya sé, iré a casa de mi hija. Pero inmediatamente desechó esa idea. También su hija estaba allí el día en que lo encerraron, hacía ya cuatro años, (¡cuatro!, como si a él le sobrara el tiempo), tratando de consolarlo con mentiras infantiles maquinadas por el remordimiento culpable.

-         Hoy no podrás salir, padre, pero mañana ya sí, podrás ir a donde quieras, ya verás qué bien vas a estar aquí-

Y ni mañana, ni pasado, ni nunca. Después de una vida de trabajos. De levantarse a las tres de la mañana, siendo todavía un niño, para ordeñar las ovejas y andar cada día veinticinco kilómetros para llevar la leche al pueblo, y luego volver, y dormir entre los animales arropado con una manta húmeda. Y después de la mili a trabajar de peón de albañil en Carpio de Tajo, y luego otra vez de pastor en Cenicientos, y en Villaverde, y en Parla. Y los años pasando como pedradas en las sienes, como gotas de sangre en una clepsidra. Y los huesos molidos, huecos como dientes podridos. Y esas vehementes  ansias de libertad que lo ahogaban, como un perro rebelde que se rompe el cuello luchando por librarse de la soga con la que lo han atado a una estaca entre sus propias mierdas.

No, no volvería con su hija, no regresaría al pasado. Iría a un sitio nuevo, limpio como el sol que sale tras la lluvia, nada de pasado. Iría al futuro. Viajaría vendiendo miel por los pueblos. O estudiaría para ser por fin alguien en la vida. O volvería a buscar a aquella muchacha de la boca de miel y los  pechos firmes y rotundos, Julia se llamaba, a la que le juró que volvería a buscarla algún día, tras haberle hecho el amor en el río junto al viejo molino de agua.

Siguió corriendo pesada y dolorosamente, como Sísifo subiendo con su piedra por la dura pendiente de la montaña. El viento lo empujaba hacia atrás como la mano invisible de un gigante, y la lluvia parecía deshacerlo como si su viejo y cansado cuerpo estuviera hecho de papel.

-         Tú, Manuel, ¿a dónde vas a ir cuando salgas de aquí?- Le preguntó un domingo   ingenuamente una vieja inválida a la que también habían abandonado sus hijos en aquella cárcel, en aquel corredor de la muerte.

-         ¿Yo?, no sé, a Parla con mi hija, creo-

Corrió y corrió, empozado en una pesadilla abrumadora donde una fuerza telúrica le trababa los pies y tiraba de él hacia abajo.

Bajo los oscuros nubarrones, bajo la lluvia rabiosa, bajo el viento furibundo, parecía un ser pequeño como una hormiga. Tan pequeño, tan absurdo, tan...heroico.

Subió cerros, bajó barrancos empapado por la lluvia y el sudor febril. Y de repente, quizás debido al terrible esfuerzo, ¡después de tantos años de silencio!, le pareció volver a sentir otra vez, en medio de los jadeos ya casi de agonía, los latidos de su corazón. 

 

 

 

 

¡déjame respirar!

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¡DÉJAME RESPIRAR!

 

- ¡Hola Docío!- Saludaba el chico de los recados a la secretaria, entrando a la oficina como un elefante a una cacharrería.

El chico de los recados estaba enamorado perdida y platónicamente de la secretaria. Mientras ella accionaba con sus manos blancas y espirituales las techas del ordenador, él la contemplaba embobado, respirando el aroma que desprendía su cuerpo joven, deslizando imaginarios besos por la delicada curvatura del cuello, acariciando con el deseo aquel pelo bruñido recogido en dos coletas de ninfa, aquella piel de rosicler, aquellas formas voluptuosas que parecían a punto de reventar la blusa ajustada, el pantalón ceñido, aquella carita de ángel, aquellos ojos ardientes como el fuego y puros como la nieve virgen, aquel rubor de las mejillas, aquel cuerpo henchido de savia...¡En fin! En verdad que era una criatura preciosa. Sin darse cuenta se encontró pegado a ella, detrás de su silla, arrobado ante la belleza de la joven.

La secretaria sentía en la nuca aquel aliento caliente como el jadeo de un perro con la lengua fuera, aquella presencia incómoda, fantasmal, que parecía robarle el aire y el espacio. Se removió en la silla, suspiró molesta sin dejar de teclear mientras en la pantalla iban apareciendo las palabras y los números en una sucesión mágica: la l la a el 1 el 8....

El chico de los recados no era tonto del todo. Sabía contar hasta nueve y era capaz de distinguir el on y el off en el teléfono móvil que le había regalado su padre para tenerlo localizado lo más lejos posible, por así decirlo, aunque no se sabe si los distinguía por las letras o por los colores, más bien  por los colores. Los recados, eso sí, los realizaba casi correctamente. "Bernabito, tira estas cajas a la basura" "Bernabito, dame el boli que se me ha caído al suelo" "Bernabito, atranca la puerta que hace calor" Y allá que iba Bernabito  con sus ojos estrábicos y su sonrisa de payaso en pos de la cuña con la que atrancar la puerta, si bien al principio dudaba entre meter la parte gorda o la fina. Ahora lo estaban enseñando a hacer fotocopias, empresa harto ardua por no decir imposible.

Un día lo pusieron a pintar una estantería. Un chimpancé lo habría hecho mejor. Tuvieron que quitarle la brocha y mandarlo a su casa a que se lavara las manchas de pintura verde que tenía hasta en el pelo.

Lo que mejor se le daba de todo era agobiar a la secretaria. El pobre se sentía atraído por la bella secretaria como una mosca por la miel. Ella trataba de ser comprensiva, pero a veces se hartaba de aquella masa pegajosa que se pasaba todo el día a su lado como una sombra y entonces perdía la paciencia y llegaba incluso a gritarle.

     -     ¡Ay, aquí se necesita espacio, me das calor, no me dejas respirar, pareces una garrapata todo el puto día pegado a mí, anda  retírate un poco Bernabito, espacio, espacio, necesito aire!-

El chico de los recados obedecía diligente y daba tres o cuatro pasitos para atrás.

-         Así está bien, gracias Bernabito-

-         De nada, Docío -  Contestaba él con la voz derretida como le ocurría siempre que ella le hablaba aunque fuera para increparle. Y acto seguido volvía a ganar centímetros como la metafísica tortuga de Aquiles.

Y no es que nuestro héroe fuera nuevo en las lides del amor. Hacía ya algunos años había tenido una novia con la que quedaba en Aluche los domingos  para pasar la tarde en el metro, sentados en el andén, en silencio, viendo cómo se alejaban los vagones llenos de gente. Al final acababan mareados ante aquella sucesión espectral de presencias efímeras. Hasta que la chica conoció en su colegio especial a otro chico que también le gustó y Bernabito decidió que "no quedía zer plato de zegunda meza".

Volviendo a lo nuestro, Bernabito, desde que la vio por primera vez, vivía obsesionado con la guapa secretaria. Soñaba con ella dormido y despierto. Cuando la amable muchacha  lo obsequiaba con el aquilatado tesoro de su conversación, a él le entraba la risa tonta: ji ji ji, ehhh ji ji ji, ji ji ji. Reía y reía con sus dientes desiguales hasta doblarse de risa, con los ojos en blanco de satisfacción, componía muecas grotescas y hasta se ponía a bailar la salsa, la zalza, como decía él, cuando ella le sonreía con aquella boca roja y carnosa como una granada, como una fruta hinchada de pulpa fresca y de azúcar caliente.

Si un día ella estaba triste, él se ponía triste.

-         ¿Qué te pasa ahora Bernabito?-

-         Pfff, eztoy mal-  Y rompía a llorar con gran sentimiento.

-         ¿Y por qué estás mal, hombre?-

-         Pffff, por na, pod el Amablito que no me deja en paz-

El Amablito era otro personaje roto y menguado que trabajaba de mozo de carga en el almacén, y que tenía envidia de Bernavito porque (aunque Bernabito no cobraba un duro ya que no estaba en nómina, y sólo se le permitía estorbar por allí porque era el sobrino del jefe), se pasaba la jornada pegado a la guapa secretaria sin dar un palo al agua.

-         ¿Otra vez? ¿y qué te ha hecho ahora el Amablito de... las narices?

-         Pfff, poz na-

-         ¡Anda!, tú no le hagas caso, a ver...uhhhh...retírate un poco que no me dejas respirar, jeje je, ¡joder!-

Y Bernabito daba dos pasos de hormiga hacia atrás.

-         Mañana no puedo vení a tabajá poque me llevan de ezcución, ¿no te impota que no venga, Docío?-

-         ¡Pues claro que no, Bernabito!- se apresuraba a contestar la muchacha con un suspiro de alivio y esperanza- ¿y a dónde vas de excursión?-  

-         No ze, pedo zi quiedez no voy, ¡ay!, no quiedo que te quedes zola, me da mucha pena poque edez mi amiga, mi amiga ezpecial-

-         ¡¡No, no, vete, vete!!- exclamaba la chica abriendo mucho los ojos- yo ya me apaño sola.

-         Tú me llamaz ¿eh?- decía él poniéndose la mano en la oreja- tú me llamaz a culquied hoda, que yo vengo-

-         ¿Y cómo te vas a venir desde allí?-

-         No ze, ji ji ji, en tazi, o andando, o volando, ji ji ji, tú me llamaz aunque zea de noche y yo vengo codiendo-

-         Vale, vale, pero ponte allí que me das calor, Amablito, digo Bernabito, ¡qué cruz!...anda, sal a ver si llueve...¡y ponte recto!-

-         Vale-

Y Bernabito, arrastrando sus pies torcidos y estirando el cuello como un pato manchado de petróleo, salía a la calle y se ponía a mirar durante un buen rato el sol cegador del mediodía de julio. 

      - No llueve-

Si ella le hubiese pedido que  corriera detrás de la luna, él habría corrido alrededor del mundo hasta alcanzarla y traérsela envuelta en papel de regalo. Y si le hubiera pedido que se tirase a un pozo a ver si había agua, él se habría arrojado literalmente y sin pestañear. Pobre elemento, sin timón y con el corazón desplegado en medio de un mar proceloso, soñando con las nubes desde la triste celda de su desgraciado destino. Pero en fin, en esta vida cada cual carga con su cruz.

-         ¿Y qué me vas a traer de la excursión?-

-         No ze, ji ji ji, ¡un bezo¡ ¡un bezo mío pa ti mua mua!- Y le tiraba besos con la mano, con el fanatismo de un devoto a la divina imagen de su patrona.

Cierto día, la bella secretaria, que estaba con el síndrome premestrual, se comportó con él  más brusca y desconsideradamente de lo habitual, y entonces Bernabito, en lo que parecía un repentino acto de dignidad, dio media vuelta y se alejó cabizbajo hacia la salida.

-         Pero no te vallas, Bernabito, cariño, sólo te he pedido que te retires un poco- Le dijo la muchacha,  arrepentida ya de haber sido tan cruel, al ver al pobre muchacho dirigiéndose apresuradamente hacia la puerta de la calle.

-         No, zi no me voy, Docío, ez que tengo gazez, ahoda mizmo vuelvo-

La chica compuso un mohín de resignación.

Bernabito salió a la calle y se tiró un pedo. Hacía un calor que agostaba las plantas y hacía hervir el asfalto. En la parada del autobús de enfrente habían pegado un cartel que ponía "Boxeo, campeonato del mundo hispano, La Chiquita López versus Iván el Fénix" Bajo el cartel, una madre joven, con el rostro cansado, ojeroso, marchito como una flor precoz,  esperaba el autobús con sus tres hijos pequeños.

Bernabito aguardó un rato a que se evaporaran los gases (no era muy listo el nota pero sí muy considerado) y volvió a entrar en la oficina.

Estando en el rellano le sonó el móvil.

-         Diga,- gangoseó respondiendo a la llamada - eztoy tabajando, te tengo dicho que no me llamez al tabajo, po favo, made  - Riñó ofendido a su interlocutora, haciendo aspavientos con las manos. A continuación cortó la comunicación para quedarse  otra vez parado, con la boca abierta, cerca de la secretaria. 

La bella secretaria movió la cabeza y siguió acariciando las teclas del ordenador. Bernabito se fue acercando a ella con sus andares de palmípedo, casi imperceptiblemente, como se va acercando la muerte al final del tiempo. No podía evitarlo. Estaba completamente magnetizado y  entregado como un satélite que no concibe existir sin su planeta, como un perro que no puede vivir sin su dueño. Habría matado y muerto por su amada. Cierta mañana, ella, mientras esperaba a que se abriera una página de internet, le preguntó para matar el rato:

-         A quién quieres más, Bernabito, a tu madre o a tu padre-

Él, con lágrimas en los ojos, respondió apasionadamente:

-         ¡A ti!-

La chica se quedó un poco perpleja. Ella estaba enamorada del jefe, que estaba divorciado y que a su vez se había encaprichado de otra, que a su vez estaba enamorada de otro. 

-         No, Bernabito, primero tienes que querer a tu madre y luego a tu padre-

-         ¿A zí?, ¿cómo va ezo?- Preguntó Bernavito, muy azorado por haberse atrevido a declarar su amor imposible de manera tan explícita.

La secretaria, antes de explicárselo, con un gesto de la mano le pidió que se retirase un poco.

-         Gracias, Bernabito-

-         De nada, Docío-

Bernabito no perdía la esperanza de ser correspondido. Tal vez cuando la Tierra, ¿por qué no?, empezara a gira en sentido contrario.

 

 

 

 

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