A MEDIA MAÑANA
Detuvo la furgoneta en la boca de salida de la gasolinera. Apagó el motor, abrió la guantera y cogió un plátano. Previamente había tenido la consideración de poner las luces de emergencia. Cerca se oían gritos, como de monos jugando en las ramas de los árboles. Un pajarillo volaba por el cielo azul, ajeno a todo, subiendo y bajando en plácidas ondas. Dentro de la gasolinera, que estaba enfrente de un puticlub de carretera con la ropa tendida en las ventanas, la empleada, una muchacha morena de piel muy blanca y una expresión limpia en sus grandes ojos oscuros, hablaba por teléfono:
- Eso está en ti- decía con una voz como de campanillas- el problema está en ti, no puedes seguir así, tienes que plantarte-
El de la furgoneta peló el plátano y arrojó la cáscara por la ventanilla abierta. Se puso a comer a dos carrillos, haciendo un ruido de regodeo porcino, las venas de las sientes dilatadas, los pelos de la nuca, al final de la calavera, subiendo y bajando al ritmo de la rumba que tenía puesta en el casete de la radio. En el salpicadero, dentro de un marquito imantado, había una foto de una muchacha con coletas, abotargada y sonriente, que parecía una muñeca chochona de la tómbola de una feria de pueblo.
La furgoneta, que tenía matrícula de Toledo, bloqueaba el paso a los demás coches. Un conductor con cara de cura llevaba un buen rato esperando con la mano sobre el claxon sin decidirse a pitar. Detrás de él se detuvo un alfa romeo con dos chicas jóvenes.
El de la furgoneta acabó su plátano y se limpió los dedos en los laterales del asiento. El cura hizo ademán de tocar el claxon, pero la fuerza electromagnética del instinto de conservación se lo impedía. Viendo el brazo que asomaba por la ventanilla de la furgoneta, tenía el presentimiento de que se desencadenaría una guerra nuclear si se le ocurría accionar el botón de la trompetilla en el centro del volante. Así que, miró el reloj, se subió las gafas de aumento con un dedo tembloroso, y componiendo una expresión de humillante resignación e ira reprimida que confirió cierta pátina de interés a su rostro anodino, destrabó un hondo suspiro y continuó esperando.
Las chichas del alfa romeo, cansadas de esperar, decidieron aprovechar para repostar y dieron marcha atrás hasta la calle cinco.
La chica de la gasolinera decía ahora:
- ¿qué quieres que te diga?, pues que eres un pesao-
El de la furgoneta se rascó en el antebrazo, y con una expresión inefable en los ojos, sucia, violenta y al mismo tiempo infantil, se miró en el retrovisor:
Veía a un tío casi guapo, atractivo, así, de soslayo, un poco macarra, interesante, malo, como les gusta a las mujeres, a pesar de esa barriga cervecera cada día más prominente, y de ese tufillo como a zoológico, como a cloaca, que exhalaba su piel pringosa.
La chica de la gasolinera dijo con voz cansada, sensualmente triste:
- bueno, vale, adiós- Y colgó el teléfono justo cuando las chicas del alfa romeo abrían la puerta de la tienda para pagar.
El de la furgoneta giró por fin la llave de contacto y el motor arrancó con un rugido de bestia ronca. Abrió la boca como si fuera a comerse el futuro, y acompasando sus cuerdas vocales, como quien afina un instrumento musical, emitió un rotundo regüeldo que reverberó en la mañana de primavera.
El Universo volvía a estar en armonía, como el agua de un pozo al que, momentos antes, se ha arrojado una piedra.
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