¿A dónde vas?

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¿A DÓNDE VAS?

 

Una auxiliar, joven y frutal como una manzana que enrojece al sol, salió del ascensor con un fardo de ropa blanca, y con unos andares como las hondas que una piedra levanta en la superficie del agua, se alejó por el pasillo que llevaba a la lavandería.

El viejo salió del umbral donde se había ocultado, y con sigilo de prófugo alcanzó la rampa por donde entraban los coches fúnebres para llevarse, con nocturnidad y alevosía, a los residentes que morían de madrugada.

Jadeando estertóreamente, con una bolsa del Ahorramás en la mano, donde llevaba sus pertenencias (algunas fotos ajadas y unos mendrugos de pan que había robado de la cocina), subió la cuesta y ganó la calle bajo una cortina de lluvia que le cegaba, una lluvia enloquecida que arrancaba violentamente las hojas de los árboles.

Faltaba ya poco para que amaneciera. Con un trotecillo como el de Rocinante cuando salió al campo por la puerta trasera del corral, se fue alejando por la calle desierta, volviendo de vez en cuando la cabeza para ver si lo seguían.

A pesar de la lluvia sentía calor en las mejillas, un ardor como de llanto, como el llanto de un preso que  jamás podrá escapar de su condena. Con su bolsa de orines asomando por la pernera del pantalón, cruzó la carretera general en pos del camino que llevaba a su pueblo, a su casa, a aquella robusta juventud de sueños vírgenes que nunca se realizaron. Quería dejar atrás la muerte, la vejez, la soledad, pero sentía calambres en las piernas, y su pecho, consumido como la ceniza de un cigarro, no era capaz de transformar en oxígeno el aire que tragaba a bocanadas como un pez fuera del agua.

Era una mosca bregando desesperadamente en una tela de araña.

¡No me cogerán! Se decía a sí mismo dándose ánimos. Ya sé, iré a casa de mi hija. Pero inmediatamente desechó esa idea. También su hija estaba allí el día en que lo encerraron, hacía ya cuatro años, (¡cuatro!, como si a él le sobrara el tiempo), tratando de consolarlo con mentiras infantiles maquinadas por el remordimiento culpable.

-         Hoy no podrás salir, padre, pero mañana ya sí, podrás ir a donde quieras, ya verás qué bien vas a estar aquí-

Y ni mañana, ni pasado, ni nunca. Después de una vida de trabajos. De levantarse a las tres de la mañana, siendo todavía un niño, para ordeñar las ovejas y andar cada día veinticinco kilómetros para llevar la leche al pueblo, y luego volver, y dormir entre los animales arropado con una manta húmeda. Y después de la mili a trabajar de peón de albañil en Carpio de Tajo, y luego otra vez de pastor en Cenicientos, y en Villaverde, y en Parla. Y los años pasando como pedradas en las sienes, como gotas de sangre en una clepsidra. Y los huesos molidos, huecos como dientes podridos. Y esas vehementes  ansias de libertad que lo ahogaban, como un perro rebelde que se rompe el cuello luchando por librarse de la soga con la que lo han atado a una estaca entre sus propias mierdas.

No, no volvería con su hija, no regresaría al pasado. Iría a un sitio nuevo, limpio como el sol que sale tras la lluvia, nada de pasado. Iría al futuro. Viajaría vendiendo miel por los pueblos. O estudiaría para ser por fin alguien en la vida. O volvería a buscar a aquella muchacha de la boca de miel y los  pechos firmes y rotundos, Julia se llamaba, a la que le juró que volvería a buscarla algún día, tras haberle hecho el amor en el río junto al viejo molino de agua.

Siguió corriendo pesada y dolorosamente, como Sísifo subiendo con su piedra por la dura pendiente de la montaña. El viento lo empujaba hacia atrás como la mano invisible de un gigante, y la lluvia parecía deshacerlo como si su viejo y cansado cuerpo estuviera hecho de papel.

-         Tú, Manuel, ¿a dónde vas a ir cuando salgas de aquí?- Le preguntó un domingo   ingenuamente una vieja inválida a la que también habían abandonado sus hijos en aquella cárcel, en aquel corredor de la muerte.

-         ¿Yo?, no sé, a Parla con mi hija, creo-

Corrió y corrió, empozado en una pesadilla abrumadora donde una fuerza telúrica le trababa los pies y tiraba de él hacia abajo.

Bajo los oscuros nubarrones, bajo la lluvia rabiosa, bajo el viento furibundo, parecía un ser pequeño como una hormiga. Tan pequeño, tan absurdo, tan...heroico.

Subió cerros, bajó barrancos empapado por la lluvia y el sudor febril. Y de repente, quizás debido al terrible esfuerzo, ¡después de tantos años de silencio!, le pareció volver a sentir otra vez, en medio de los jadeos ya casi de agonía, los latidos de su corazón. 

 

 

 

 

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