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duodécimo asalto

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SEGUNDA PARTE

 

LOS CARDOS

Qué difícil resulta la inteligencia para quien no la practica nunca.

 

 

 

LA CHICA DE LA TARDE

 

Está cansada.

De las horas lentas y estériles,

del monótono llanto de la lluvia en la ventana.

La verdad es que en esta paupérrima casa de putas

todo rezuma cansancio.

Los techos sin lámparas, las paredes desconchadas,

las sirenas enlatadas, la ceniza en el lavabo.

Hasta las risas, que suenan a chatarra,

que nacen entre los dientes

y mueren entre los labios.

¿Quién pondría ahí ese arabesco de escayola

cubierto ahora de telarañas?

Se pregunta con esos ojos grandes

y esa gran ausencia en el pecho

que escancia en un cuaderno de los chinos

escondido celosamente debajo de la cama.

En la puerta hay una mora embozada

con un paquete en la mano,

ha venido desde muy lejos para ver a su hija.

¿Quién tendrá el valor de decirle

que murió de miseria el invierno pasado?

La tarde está muriendo de cansancio.

¡Por fin un cliente azorado asoma la calavera

desde el rellano! No hay que dejarlo escapar.

En la calle los barrenderos amontonan las hojas

bailando con la escoba un cansado vals.

 

 

 

 

 

LENGUAS MUERTAS

POCO a poco, ¡quién lo iba a decir!,

se me fue borrando su nombre.

Al principio se me escapaba,

como el grito de una amputación en carne viva,

en mitad de una frase, en medio de un sueño,

de un silencio, de una agonía.

Ahora digo su nombre y me suena muy lejano,

concebido por otro pensamiento,

escrito en otro idioma,

en alguna lengua muerta

que se descompone como la arenisca.

No puedo evitar sentirme, ¡qué tontería!,

como si hubiera traicionado algo,

unos votos que con el tiempo

fueron perdiendo su solemnidad,

no sé, como si hubiera abandonado mi cruz

en un recodo del camino.

Ahora el dolor ya es más corto,

y el silencio tan largo como el olvido.

 

 

CUENCA

Es una ciudad perdida y olvidada

tras los montes oscuros.

Donde la luna es un témpano

sobre los negros tejados,

donde las farolas tiemblan

como fanales de barcos a la deriva.

Nadie por las calles.

Muertas estrellas en el cielo.

Desde la sierra baja un viento frío

que hiela los huesos,

un viento helado

como las noches de los muertos,

un viento lúgubre

como mi vida sin ti.

 

 

LA PUTA DE ANTÓN MARTÍN

Recuerdo aquella puta de la calle Antón Martín.

¿Dónde descansarán ahora sus huesos?

Llevaba un parche en sus decrépitas nalgas

para dejar el vicio de fumar,

y recibía a los clientes como si fueran ropa arrugada

que había que planchar dignamente.

Vivía en un apartamento tan triste y lóbrego como ella.

Por lo menos no andaba por esas calles

como hojarasca que arrastra el viento.

A su marido lo atropelló un coche

cuando iba a comprar hielo a una gasolinera.

Ella entonces era joven y hermosa,

con un busto alto y unos labios carnosos.

Después la vida la atropelló tantas veces,

que las urracas acudían a su ventana

atraídas por el olor de la carroña.

 

 

 

LAS NOCHES DE SÍSIFO

Es el amor como querer tocar la luna,

como correr detrás del sol,

como buscar el final de un círculo.

Acabas tan cansado que parece que la tierra se traga tus pies,

tan solo que en tu cabeza reverbera el eco de tus pensamientos,

tan ensimismado como un ciprés nocturno

tras las tapias de un cementerio.

Y vuelves a intentarlo cada vez que su plenitud roza tu vacío.

Te conviertes en su sombra

y te va dejando atrás como la luz al sonido,

como el tiempo a la memoria,

como a los muertos los vivos.

Es viento entre las ramas que enmudece a tu paso,

agua que se evapora cuando te acercas sediento,

paloma que levanta el vuelo cuando extiendes la mano,

fuego que devora tus exvotos sentimientos.

Y así un día y otra noche, un año y otro año.

Una piedra cada vez más grande

al pie de una montaña cada vez más alta.

 

 

 

 

ESOS OLORES QUE SE PEGAN A LA PIEL

Cuando Carolina recibe a sus clientes en el desconchado rellano de la escalera, parece una azafata de una feria de muestras. Alta, sonriente, medias negras y un busto erguido bajo la blusa escotada de su uniforme azul.

Después, ya en la habitación, cuando se desnuda y se quita esos tacones de veinte centímetros, resulta que la cosa no es para tanto. Hasta los pechos se le caen un poco, derretidos por el diario amasamiento lascivo-mercantil.

Carolina es de Alaska. El destino la trajo a la calle Bolívar en el barrio de Legazpi del viejo Madrid, igual que un meteorito intergaláctico acaba semienterrado en el desierto del Gobi.

A pesar de proceder de Alaska, Carolina tiene un rostro de voluptuosidad tropical. Una boca grande y unos ojos que refulgen como las hojas de las acacias cuando el sol las ilumina en una mañana de rocío.

Carolina estuvo casada con un futbolista catalán. Era defensa central del Gerona, y cuando su equipo ascendió a segunda división, se lo creyó tanto el nota que se sintió impune y le puso los cuernos a su mujer con la mejor amiga de ésta. Carolina se enteró, y le dijo pausadamente al futbolista, mientras hacía las maletas con inquebrantable determinación.

-          Cuando un perro se come una mierda, las demás ya sólo las huele, tú, Josep, te has comido dos mierdas, podías haberte ido de putas y haber seguido siéndome fiel, pero no, tenías que ponerme los cuernos y encima con mi mejor amiga, así que ahí te quedas con tus cocacolas y tu parchís, en adelante quiero estar sola, pero qué tonto eres Josep, pronto te darás cuenta de la mujer de bandera que acabas de perder-

Carolina tiene veintisiete años, y una hija de nueve que se llama Sara y que está interna en un colegio evangelista. Sólo Dios sabe lo que saldrá de allí.

Cuando Carolina llega a su casa después de una dura jornada en el platanar, se ducha y se pone a ver la tele comiendo kikos. Desde su último cumpleaños, que fue en septiembre, no ha salido de fiesta. No fuma, no bebe, no se droga, como hace la mayoría de sus compañeras, es de una pureza martirológica y de una autodisciplina monacal. Lo único que hace es joder y comer, joder y dormir, dormir y joder, y de vez en cuando se da algún caprichito en las tiendas de Preciados. Le encanta la soledad.

En esto la metió una amiga cuando las cosas se le pusieron mal económicamente después de la separación. Eso son amigos y lo demás son tonterías.

Le cuenta estas cosas al cliente mientras le lava los atributos en el bidé. La luz del sol de febrero se derrama por la ventana entreabierta, meciendo amorosamente los roñosos visillos. Se enciende el horizonte sobre los pardos tejados, y el coro de sonidos matutinos llega con nitidez a través de una atmósfera etérea. Se enciende el horizonte sobre los pardos tejados, y el coro de sonidos matutinos llega abúlicamente y con nitidez a través de una atmósfera etérea. El aire ingrávido se va llenando del denso sabor de la savia madura. Un viento repentino levanta un remolino de polvo que zigzaguea entre los coches aparcados y sacude las ramas desnudas de los árboles cenicientos. Un reactor va trazando una línea láctea, rasgando el cielo envuelto en un halo de palidez"

El cliente se llama Paco el de la Ford. Se tiró diez años preso por apuñalar a un indio. Cuando salió de la trena el mundo le parecía un planeta extraño. No reconocía nada. Por ejemplo le sorprendió mucho que ya no hubiera cabinas de teléfonos, ni vedeoclubs, y a que a los carteros se les recibiera ahora como a enemigos públicos. Quiso recuperar su pasado, pero de su pasado sólo quedaba un solar vacío, calcinado y lleno de excrementos. No tenía presente, y su futuro era esa puerta tenebrosa de la vejez que empezaba a abrirse con un lúgubre quejido.

Regresó a la calle Bolívar en busca de su vieja amiga Ester.

La calle Bolívar estaba ahora llena de bares ecuatorianos, de música salsera, basura y cascotes por las aceras, ropa tendida en los patios interiores, y mulatos y mulatas bailando al sol en las ventanas. "Caldo de sal. Chicha" Anunciaban las pizarras de los lóbregos restaurantes.

Paco subió las oscuras escaleras y llamó a una puerta carcomida que parecía hecha de cartón mojado, con un mugriento cartel donde ponía: Medea. Olía a una miscelánea de sexo, sudor, crimen, orines y comida muy condimentada.

Le abrió una negra teñida de rubio platino.

-          ¿Ester?, no, mi amor, aquí no hay ninguna Ester, ¿es blanca o es morena?, ¿blanca?, yo antes también era blanca y me volví morena, a lo mejor se ha vuelto morena como yo, ¿y dices que tenía las tetas muy grandes?, ven, mi amor, entra y te presento a las chicas-

Paco el de la Ford es tartamudo y tiene tics en los ojos. No para de parpadear como un mochuelo y poner muecas grotescas como un mandril, mientras Carolina lo lava con sus mimosas manos pequeñas y morenas. Paco cree que le está dando un mareo, como cuando estuvo con aquella puta de las tetas gigantes, pero en realidad es el bidé que está suelto y bascula para arriba y para abajo como si fuera una barca del Retiro o más bien un toro mecánico. Para no caerse, Paco se agarra con fuerza a los redondeados hombros de la muchacha.

-          Al principio se me hizo muy duro,- sigue Carolina contándole su azarosa vida, mientras Paco el de la Ford trata de mantener el equilibrio como un ridículo caowoy en un rodeo de cucarachas- me daba vergüenza desnudarme delante de un desconocido, y luego están esos olores que se te incrustan en la piel y no hay forma de arrancártelos, sobre todo los negros, que huelen siempre a cebolla, cuidado, mi amor, no se vaya a volcar el bidé-

En la habitación contigua, una china con un quimono naranja está esperando pacientemente a que el cliente se quite toda la ropa. Es un viejecillo trémulo con seis o siete capas de ropa encima. Se le va a pasar el tiempo y no habrá acabado de desnudarse. Piensa la china con esa expresión hierática y neutra de figura de porcelana.

En la salita se oye cantar a una puta vieja: "Como soy una estanquera tengo el vicio de fumar, a una fiesta me colé y un purito me fumé..."

-          Tengo que operarme del codo- continúa Carolina con su monólogo lavandero- soy motera ¿sabes?, un domingo me tiró de la moto un borracho y ahora tenemos que ir a juicio, me quité la escayola a los tres días y al médico casi le da un ataque, pero es que en este sitio no se puede trabajar escayolada, es lo que tiene ser autónoma, que no puedes permitirte el lujo de ponerte enferma, oye, mi amor, ¿quieres que me tumbe o que me ponga a cuatro patas?-

En la pared, pintada de un rojo sangre seca y llena de manchas sospechosas, hay pegado un papel escrito a boli que dice: "Proivido tirar la zenisa en el vide"

Carolina se lame sus gruesos y repintados labios.

-          Tomé biberón hasta los nueve años, por eso mamo tan bien, bueno, por lo menos eso dicen- Presume con un mohín de orgullo en su prez suave.

Carolina se sujeta sobre el pelo sus falsas rayban, y cruzándose de piernas sentada en el borde de la cama, se rasca el codo derecho y se dispone a hacer lo que mejor sabe: sobrevivir.

De repente se va la luz y se oyen voces de negra al fondo de la casa.

-          Gracias, cariño, feliz día de los enamorados- Despide Carolina a su cliente en la puerta, retomando su papel de azafata de feria de muestras teratológicas.

 

 

 

 

EL MUNDO DE GABY

Son criaturas del infierno que se asoman por la mirilla

emitiendo chillidos de rata.

Algunas, antes de ser brujas,

fueron princesas aunque cueste creerlo,

otras, como Gaby, sueñan todavía con serlo.

Pululan como cucarachas por los rincones de la lujuria,

entre sábanas mugrientas,

gélidos calores y paredes sin ventanas.

Es tan poderosa la miseria que levanta estas catedrales

de cópulas mercenarias.

Mientras la gente pasa por la acera

del trabajo al amor, del amor al dolor

y del dolor a la nada.

 

 

EL FANTASMA

Como era Noche de Difuntos..., perdón, Noche de Halloween para que se nos entienda, se había disfrazado de fantasma. Con su larga capa negra, y el rostro como rebozado en harina bajo un negro antifaz, parecía una mezcla de batman y danzante maragato.

Había salido a la puerta del bar a echar un cigarro. Hacía mucho frío y la calle estaba desierta. Parecía uno de esos pueblos abandonados cuya carretera de acceso se va llenando de abrojos día tras día. El tiempo es una escoba que va barriendo la vida. Una bosa del Ahorramás y una publicidad de compro tu coche jugaban a pillarse. De vez en cuando sonaban petardos. Siempre que hay fiestas, aunque sean acontecimientos macabros, suenan petardos, no sé por qué, la gente es que es así. Los perros se asustaban. También la luna, que iluminaba las lápidas del cementerio próximo, tenía cara de susto.

En la esquina había una mujer esperando con la cabeza ladeada y encogida como una lechuza. De vez en cuando miraba la hora a la luz de una melancólica farola. Le habían dado plantón. Una tragedia más, silente y cotidiana. Pasó un matrimonio por la acera donde, en la puerta de una vieja librería, pedía una mendiga muy pálida y muy digna.

-¡Si es que pareces tonto, joder, siempre tienes que estar jodiendo la marrana!- Siseaba la esposa como una serpiente. El esposo, bobo y grandón, se limitaba a tirar del perrillo.

El fantasma se puso a fumar con fruición. En realidad estaba esperando a la camarera. La camarera estaba sirviendo la cena a un padre con sus dos hijos. Comían arroz con bogavante. Eran chatarreros, osea ricos. Los tres calvos, achaparrados y mugrientos. El padre se sentía gordo de satisfacción entre sus dos hijos. Peligroso sentimiento conociendo la gratuita crueldad del destino. Al padre se le cayó un mejillón y recogiéndolo del suelo fue a echárselo a la boca.

-          ¡Pero qué haces- le riñó con voz áspera uno de los hijos, arrebatándole el mejillón-  estás tonto o qué!-

El padre sonrió bobaliconamente. El padre era un obeso mórbido con los dedos llenos de anillos que maltrataba a la madre y la tenía anulada, los hijos lo maltrataban a él. La camarera miraba nerviosa hacia la puerta donde el fantasma estaba fumando.

Pascual Cantero Palomeque, alias Pirracas, era el terror de las camareras de Illescas, incluidas las de las luces rojas del polígono, el Leo y Helem, ninguna se le resistía, sobre todo las viejas que querían seguir pareciendo jóvenes, cuando la carne empieza a marchitarse, cuando los muslos se encojen y el culo y las tetas se caen con una flacidez pesada y triste. Una joven que ha sido hermosa quiere resultar hermosa siempre. No acepta que la belleza sea sólo un fantasma de juventud. Quien lo ha tenido todo no se resigna a no tener ya nada. Así que lucha como una gata herida contra ese depredador silencioso y despiadado que es el tiempo. Necesita seguir sintiéndose deseada, venerada, temida.

Pascual Cantero Palomeque, alias Pirracas, conocía la naturaleza femenina. Era un mujeriego incorregible. Esa sensación de vida que da el amor de una mujer, no la da ninguna otra cosa en el mundo, ni siquiera el fútbol. Parece que los sentidos adquieren una nueva dimensión, y contemplar cómo una gota de rocío se desliza por el suave pétalo de una flor, es un instante que contiene la eternidad, que justifica toda una injustificable vida.

Pirracas había vivido muchos momentos así, pero se estaba haciendo viejo, y a sus cincuenta y ocho años empezaba a resquebrajarse como la hoja amarillenta de un incunable, le asaltaba el cansancio, las dudas, el escepticismo, e incluso la culpa. Aunque en el fondo nadie es culpable, cada uno es elegido por un destino inexorable, como fichas de dominó en absurdas y equivocadas secuencias.

Una noche, cuando iba o venía del bar, no recuerdo ese detalle, se encontró a su hija por la calle, y ésta, mirándolo de arriba abajo después de tantos años, lo llamó cobarde. Él no reaccionó. Veía en su hija un halo medroso y desesperado, como si la persiguiera una jauría de perros. Seguía siendo aquella niña sensible y vulnerable que volvía llorando a casa porque la acosaban en el colegio. Una vez, en los skouts, estaba esperando su turno frente a la puerta del baño, cuando una pandilla de asquerosas imbéciles se le colaron riendo como hienas.

-          Tú te esperas- La empujó una de ellas, que era bizca, patizamba y con los dientes prominentes y deformes.

La camarera salió por fin a la puerta del bar. Pirracas dio una honda calada al cigarrillo y tosió y carraspeó un poco.

-          Hola Ainoa, guapísima- La saludó con su voz dura y a la vez tierna, voz de doblador de galanes americanos. Al fantasma le olía el aliento a queso de cabra. A ella no le importó ese detalle.

La camarera, cuya cara parecía un globo medio desinflado, rio tontamente con su boca marchita.

A la camarera se le había matado con el coche una hija de veintidós años que estaba embarazada. De esto hacía ya casi trece años. Entonces la camarera estaba trabajando en el almacén de una editorial de libros. Cuando se lo dijeron, se quedó paralizada como una liebre, y acto seguido continuó apilando cajas, con una nube de locura en los ojos, una nube de locura que ya la acompañó siempre por el precipicio de su existencia. La separación, el alcoholismo, la indiferencia al dolor, las relaciones trágicas, un suicidio en pacientes dosis diarias.

Con Pirracas era distinto, junto a él volvía a sentir algo que parecía ya muerto desde hacía casi trece años. Un calor tan cerca del corazón que volvía a encender sus latidos. 

El fantasma le ofreció un cigarrillo. La camarera miró al fantasma con los ojos chisporroteando como pedernales. Se puso el cigarrillo en los labios, y Pascual Cantero Palomeque, alias Pirracas, el rondador de bares, el reparador de máquinas cortacésped, el consolador de viudas, malcasadas y princesas destronadas, se lo encendió mirándola fijamente a los ojos, con su antifaz de fantasma y esa mueca dura e irresistible de galán en plano medio americano.

 

 

 

RAQUEL

Es una mujer muy grande

en una habitación muy pequeña.

Posa de diva altiva

en el cuadro de las tres gracias,

con su duro mentón, su nariz respingona,

el cabello sobre la cara y sus ojos guaraníes.

Su sangre india se enciende

en el fragor de la orgía,

a medida que el sol de la mañana

vivifica su carne y su juventud.

La diva sonríe con su belleza enrojecida,

mientras las ratas de la sordidez se ocultan

tras las angostas paredes

que rezuman sexo y olvido.

 

 

 

ABRAZOS DE FANTASMAS

Así son ellas, maestras en abrazos

y en otras muchas cosas.

Abrazos de falso almizcle

como las películas del criogenizado aquel.

Abrazos ausentes como un atardecer de lluvia,

casi traslúcidos como abrazos de fantasmas,

tibios abrazos como los últimos rescoldos de un hogar,

abrazos suavemente crueles

como la limosna de un rico,

abrazos balsámicos como un beso en la frente.

Y al final es siempre un vacío abrazando a otro vacío,

y en medio del vacío la distancia más larga

entre un vacío y otro.

Mientras la vida se derrumba

y el amor busca su curso como un antiguo río,

ellas prodigan sus abrazos,

casi sin ánimo de lucro

como un monte de piedad.

 

 

LA RIÑA

Gregorio Lara, alias Capachuchos, no tenía muchos amigos en el pueblo. La verdad es que en Villanueva de San Roque o caías bien o caías mal. No había término medio. Gregorio Lara llegó al pueblo después de que su mujer y sus hijas lo expulsaran del clan. Anduvo un tiempo perdido hasta que finalmente se instaló en Villanueva de San Roque. Como iba a lo suyo, los vecinos lo miraban con recelo. Un día se presentó en el bar Los Tres Quintos, con un sombrero de paja calado hasta los ojos y con torpes andares de pistolero, acompañado por una negra con una minifalda llena de agujeros en las nalgas. A partir de entonces todo el mundo dejó de hablarle. Cuando iba al bar a tomarse una caña, el camarero no le ponía pincho (a los del pueblo les ponía dos), y el único vecino que antes hablaba con él, generalmente del tiempo o de fútbol, también le retiró el saludo. Se trataba de un gordo con los pantalones pesqueros que olía a liebre desollada, siempre con un lápiz en la oreja, no para escribir porque escribir casi no sabía, sino por si acaso tenía que medir algo haciendo una raya en la pared, y que como era tan cotilla no podía evitar pegar la geta en las ventanas cuando deambulaba ocioso por ahí.

Así que Gregorio Lara acabó canturreando solo por las calles.

Villanueva de San Roque era un pueblo peculiar. De escasa cultura, eso sí. Una vez los municipales detuvieron a un sospechoso porque estaba leyendo en el parque, pero no lecturas como dios manda, Zafón, Reverte, o la Belén Esteban esa, no, sino una antología de teatro clásico del Siglo de Oro, ¡qué escándalo! ¡qué indecencia!. Un pueblo de paupérrima cultura, como decíamos, pero de mozos sanos y recios. Los quintos del cincuenta y ocho subieron a pulso un carro a la torre de la iglesia, por hacer una gracia a las mozas que andaban buscando el amor cogidas del brazo.

Todo esto yo creo que es sólo una manera de intentar justificar lo injustificable, pues no existe excusa alguna para el comportamiento border line que Gregorio tuvo en los terribles acontecimientos de aquella fatídica mañana de Agosto.

Tal vez fue el calor que hacía ese día, quién sabe. El caso es que estaba metiéndose en su viejo Opel corsa, rotulado con el lema "La bolsa mágica" (Gregorio era comercial de bolsas de plástico), cerca del Puente de Palo, cuando de repente un perrito sarnoso de color mierda llamado Urco, los apellidos los desconocemos al día de hoy, seguramente el perro también, apareció corriendo por el pasadizo donde está la imprenta Moderna y el estanco, y se puso a ladrarle como un loco.

-¡Guau guau guau guau guau...!-

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