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la cueva del cíclope

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LA CUEVA DEL CÍCLOPE

Eugenio López García © enero 2013

 

 

 

 

A mis hijas: inteligentes, guapas, luchadoras y orgullosas

 

 

 

 

YA NO VENDRÁ OTRO ULISES

"Disponed bien aprisa las jarcias del negro navío y embarcad sin tardanza"

El empleado de la gasolinera donde me detuve a repostar me extendió una tarjeta donde aparecían unos labios carnosos bajo una naricita respingona. De los labios salía, como una serpiente venenosa, una húmeda lengüecilla rosada chupando dos cerezas. Anunciaba un puticlub, como seguramente habréis adivinado. Se conoce que el empleado de la gasolinera me tomó por un putero. Debía de ser también psicólogo. Le di las gracias. Vi que estaba leyendo "Así habló Zaratustra". Me chocó. Pensé que ya nadie leía esa clase de libros. Ahora la gente sólo lee frivolidades. Se alimenta de frivolidades. Un grupo de personas adultas puede pasarse hablando de frivolidades dos o tres horas seguidas sin darse cuenta, y encima parece que disfrutan, no bostezan ni una sola vez. Ríen como si alguien les estuviera haciendo cosquillas en los sobacos y gesticulan como monos amaestrados o como monas coquetas si son mujeres y tienen las manos bonitas. No conozco este mundo. No sé hacia donde camina. De lo que estoy seguro es que no se dirige a ninguna cumbre, ni de inteligencia ni de sabiduría. Todos los grandes inventos de la humanidad han debido de ser accidentes. Seguramente pretendían otra cosa distinta. La rueda quisieron hacerla cuadrada y les salió redonda. Yo tampoco me conozco ni sé hacia donde me dirijo. A veces siento el impulso de salir corriendo y no parar hasta que el corazón me reviente. Si el empleado de la gasolinera piensa que soy un putero entonces me conoce mejor que yo. Me deprime tanto ver cómo las tardes se van oscureciendo sin que se haya producido nada vivificante y hermoso, y cómo los días se suceden como se deben suceder los días de los muertos, que no distinguen ya la luz de la oscuridad, o mejor dicho, para los que ya todo es oscuridad, que me siento como un ciego tanteando por las paredes sin encontrar jamás el camino de regreso. Por lo menos los muertos pasan ya de todo. Y no hay cerca una cálida mano que me guíe porque en estos tiempos ya no existen dioses que protejan a los mortales. Los dioses se cansaron de nosotros, somos una especie condenada.

En cuanto a las palabras, llegan a ser tan estériles que carecen de sentido. Ojalá las palabras fueran consistentes como piedras, vivas como árboles. Pero en fin, continuemos escribiendo, ¿qué otra cosa puede hacer un caracol sino arrastrarse?

 

HA muerto Benito el ermitaño,

¿quién les echará ahora de comer a las gallinas,

quién cuidará del huerto,

qué otra mano lamerá su viejo y sarnoso perro?

Dicen que como Ulises perdió la patria y el amor,

que los hijos anduvieron buscándolo

por esos mares durante algún tiempo.

Al final, sus días se sucedían como las noches de los muertos.

Sin mujer que calentara su cama,

sin amigo que lo echara de menos.

Sólo bajaba al pueblo a comprar el pan y el aguardiente.

Después, encorvado y con pasos cansinos,

desandaba ese sendero entre eriales

que divide el dolor y la muerte.

 

 

 

LA paloma agonizaba a los pies de una gárgola.

Ya nunca más podría volar.

Se le cerraron los ojos y cayó al suelo

como un corazón roto o como un trapo viejo

que se descuelga desde una ventana.

Un gato gordo como un obispo

husmeó en el cadáver con curiosidad,

pero quién va a querer ya esa carne carcomida y ajada

como un ataúd exhumado.

De madrugada los barrenderos se la llevaron

envuelta en un sudario de hojas secas.

Voló tantas veces por el cielo

sin saber que su destino era la tierra...

En el reloj de la plaza las tres acababan de dar,

y un borracho abotargado con mal de amores,

salió cojeando de un bar.

 

 

LUZ DE MEDUSA

Pero hombre ridículo, ¿crees que puedes esconderte siempre

en un rincón de la barra con tu copa en la mano?

La verdad al final acaba por encontrarte con sus témpanos de soledad.

¿Cuántos bares tienes que recorrer aún para olvidarla?

¿cuántos cigarrillos amargos, cuánta adormidera de lorazepam?

¿cuántas monedas has de echar en la tragaperras

como si fuera un  pozo sin fondo de deseos frustrados?

¿Todavía sigues deslumbrado por esa luz de medusa?

¿es que ella lo era todo, es que tú no eres nada?

Renegó de ti tantas veces como gallos cantan en la madrugada.

Sal de una puta vez del doloroso útero del pasado

y arrastra sin avergonzarte esa pata seca por las calles empinadas.

No reniegues tú también de ti mismo.

La vida es un río con remolinos de locura que si te atrapan

te arrastran, te enfangan, te ahogan, te hunden y te tragan.

Y todavía algunas veces, cuando la miro,

me pregunto quién será esta muchacha que comparte mi cama.

Sólo sé que en apariencia es hermosa,

y que en sus ojos conviven el ángel y la serpiente.

Recorrí tantos mares hasta encontrarla...

Y sin embargo de repente se me escapa

por oscuros laberintos matemáticos,

como una vestal huyendo de su sanguinario minotauro.

Entro en su cuerpo y siento tal entrega

que con la brisa de su amor se abren todas las ventanas.

Pero cuando intento asomarme a su mente enrocada,

me precipito por un pozo sin fondo donde el aire me falta.

Se guarda celosamente dentro de sí misma bajo siete candados,

relucientes como sonrisas,

cuyas llaves sospecho que arrojó a alguna laguna de su infancia.

Llamo a su corazón y casi nunca está en casa.

Y otras veces, al abrir mi puerta, me lo encuentro sobre el felpudo,

latiendo desnudo, como un perro fiel.

Tal vez sencillamente quiere lo que cualquiera:

amor, paz, momentos y muchas risas,

aunque en su mundo todo sigue un férreo orden pitagórico,

y cuando, por esas cosas  que tiene la vida,

el dos adelanta al uno,

se siente desorientada como un ciego al que le han robado su bastón.

Todavía algunas veces la miro y me pregunto

si el cero venía antes del uno, o quizás voy después del dos.

 

 

 

 LA MALETA

La buhonera entró con su vieja maleta de cartón en la tienda del anticuario. Parecía un payaso dirigiéndose a la pista del circo con su holgada gabardina que le llegaba hasta los pies, su dibujada sonrisa de oreja a oreja y sus mejillas coloradas por el frío. Puso la maleta sobre un taburete y desabrochó las correas de cuero. Como por arte de magia apareció de repente un mundo perdido que olía a papeles viejos y a orina de ratones. Toda la historia del siglo veinte se condensaba en el interior de aquella raída maleta. Estampas de santos oscurecidas por el tiempo, antiguos libros comidos por las polillas, postales de viajes, carteles de artistas de cine y olvidados grupos musicales, cartas de amor y de añoranza, declaraciones de herederos, sentencias judiciales, billetes fuera de circulación, sellos de coleccionista, notas de suicidas, cuentos de hadas y de guerreros...

El anticuario revolvió como un taxidermista en el interior de aquellas tripas momificadas y cogió al azar una postal en relieve barrocamente ornamentada. Aparecía un pajarillo saliendo de un reloj de cuco, entre flores aterciopeladas que con el transcurso de los años habían perdido la purpurina y la viveza de sus colores. Por detrás, con letra inclinada de plumilla  color sepia, alguien había escrito una especie de poema.

"Cantas como los ruiseñores y eres la más bella entre las flores y por tu hermosura de emperatriz se vuelven locos los emperadores, y este poeta que te quiere, Conchita, que se llama Pepito Merino y que es el más grande de tus admiradores".    

-         Era un tiobisabuelo mío que pretendía a todas las muchachas de Murcia,- aclaró la buhonera al anticuario que miraba la postal con ojillos sardónicos- al final ninguna lo quiso y se quedó más solo que la una, debía de ser un poco cargante el hombre, por lo visto se pasaba el día escribiendo poesías y hasta compuso un himno a la Virgen pa las fiestas patronales, al final, cuando se vio impedido y solo, le dio un ictus siendo muy joven todavía y se tiró por una ventana del geriátrico donde lo habían internado los parientes para quedarse con su dinero-

Había una foto de estudio en blanco y negro del célebre donjuan platónico, un poco de perfil, con su bigotito recortado como un seto, las mejillas orondas como las de un rollizo monaguillo cantor y una expresión blanda de amanuense en sus delicados rasgos. Al pie de la foto ponía: "Carmencita, si no te casas conmigo me casaré con la luna y las estrellas, con la mar y las amapolas. Y si tampoco ellas me quieren, me tiraré por una ventana de mi corazón. De Pepito para su amada Carmencita, Murcia 1924".

El anticuario siguió revolviendo en el interior de la maleta con curiosidad.

-         Es una pena que te tengas que desprender de todo esto, ¿no?, más que na por el valor sentimental que debe de tener para ti- Argumentó con su vozarrón de gitano.

-         Ya lo sé, Mariano, hijo, pero a ver qué quieres que le haga, si no fuera porque lo necesito para comer se lo dejaría a mis hijos igual que mi padre me lo dejó a mí y su padre se lo dejó a él, pero hace poco que enviudé y hay días que no tengo ni pa comprar el pan, encima mi hermano ha fallecido recientemente, vivía solo desde que lo dejó la mujer y estaba muy gordo el pobre, ya le habían dao antes dos infartos y estuvo a punto de palmarlas, todos creíamos que se moría pero el cabrón salió adelante de milagro, que se muere, que se muere, que se muere, ¡que no que no que no se muere!, cuando empezó otra vez a andar con su bastón, se salió de la residencia y se fue a vivir solo al campo,  yo le decía siempre a mi sobrina, uhhh, tú, Olalla, cuando vayas a ver a tu padre si ves que no te abre me lo dices, pero no entres sola, ni se te ocurra, y ya ves, así lo hizo la criatura, que llama al timbre y no le abre, y venga a llamar al timbre y venga a llamar al timbre, así que vino enseguida a avisarme y yo me dije uy, Mari, ya está, dios mío, lo que tenía que pasar tarde o temprano por fin ha pasao, fui para allá, abrí la puerta y me lo encontré tirao en el sofá ya medio descompuesto, dicen que pudo ser otro infarto pero yo creo que fue la pena y la soledad-

Había fotos de los años veinte a las que se les había aplicado por encima una capa de burdos colores primarios con alguna técnica ignota en nuestros días. Estampas eróticas junto a estampas de santos de calva brillante y vírgenes en trance o en el martirio. En una aparecía un viejo sultán enseñando a bailar el tango a una morenita desnuda con la piel suave y blanca como el alabastro. En otra aparecía la Santísima Trinidad. A la derecha el padre, en el centro la paloma revoloteando inquieta como un niño travieso y a la izquierda el hijo. El hijo tenía los rasgos del padre, pero era joven y con el pelo largo, parecía un guitarrista de heavy metal, el padre por el contrario era viejo y con el pelo y la barba canosa. Se conoce que ni Dios se libra de la vejez.

Había cartas que alguien había enviado desde el frente a la mujer y a los hijos. Y la de un preso condenado a muerte que le escribía a su madre. Una foto oscurecida por la pátina del tiempo, en la que aparecía una especie de enano gigante con gorro de dormir, y al pie escrito con letra de imprentilla: " Salustiano Otero Papatrigo. Científico-Transportista. Calle Santa María 19. Madrid (SPAIN)".Estampas de Santiago matamoros, a caballo, con la ensangrentada espada en alto y con un gesto de ira divina, haciendo rodar cabezas con turbante a diestro y siniestro. Una de las cabezas tenía la lengua fuera y los ojos bizcos, reflejaba un gran realismo, y es que eso de que le corten la cabeza a uno, aunque seas moro, no debe ser cosa baladí.

Dando un salto en la historia, apareció una postal dedicada a la buhonera por los mismísimos Fórmula V. Ponía "Para Mari Carmen Alcaraz, con cariño y simpatía de Formula V"

-         Es que el bajista, Fran, que en realidad se llamaba Nicasio Indalecio, fue vecino mío en Móstoles hace ya algunos años-.

 En la pose y en el peinado pretendían parecerse a los Beatles, como cualquier grupo musical de aquella época que se preciara: los Brincos, los Saltos, los Botes y hasta los Tres Sudamericanos.

Había cromos de actores afeminados y actrices con abultadas pelucas rubio platino. Una foto de Roger Moore en la serie El Santo, con su arito luminoso sobre la cabeza. Otra del pequeño de Bonanza, con su pañuelo al cuello un poco ladeado, su revolver con la empuñadura de nácar y su caballo parcheado. Fotos de toreros y de futbolistas. Recortables de muñecas, anuncios de crecepelos y complementos alimenticios para combatir la mortandad infantil. Un niño muerto y a continuación resucitado con una cucharadita de Ceregumil. Cuentos de hadas y célebres novelillas femeninas como "Recuerdos de un anciano", "Hija del amor", "La triple vida", "Amor en una sola noche", "Una aventura temeraria", que estaban dirigidas a mujeres como tú, mujeres lindas y románticas, mujeres de su casa, en definitiva mujeres contemporáneas.

Ajados panfletos de teatro de Jacinto Benavente, de Muñoz Seca, Arniches, Galdós, y hasta un ejemplar de Macbeth ya casi ilegible y desencuadernado como trozos de bulas dentro de un nicho.

Acordaron un precio y la buhonera se marchó con su fajillo de billetes, dejando allí su maleta como quien deja a un hijo en una inclusa.

El anticuario, tras contemplarla ensimismado un rato, la cerró. Y sonó como un ataúd, como un ataúd con los restos de historias olvidados, de sueños infructuosos, de vidas marchitadas como flores secas entre las hojas de un viejo libro que nadie lee desde hace mucho tiempo.

Tras la ventana el sol se estaba poniendo, iluminando lúgubremente los edificios, como los cirios de una procesión. El anticuario cogió la maleta y la depositó en un rincón sobre una pila de libros polvorientos, junto a un tiovivo de hojalata que tenía saltada la cuerda y que algún día habría que reparar.

 

 

 

 

EL AVENTURERO

¡Pero hombre tú por aquí!

A estas alturas de la vida

ya creía que te habrías comido el mundo.

¿En qué se convirtieron aquellos sueños de juventud?

¿Se fueron perdiendo por el camino

como el pelo de tu calavera?

Juraría que el mundo nos ha comido a nosotros.

Ya no brillan días de vino y rosas

en este cielo de diciembre,

ni quedan ninfas que nos acojan

en las orillas de los ríos.

Y después de tantas pérdidas

¿qué hemos ganado a cambio?

Me pregunto mientras reímos con los recuerdos

y, proyectando sombras cansadas,

encendemos un cigarrillo.

 

 

PUÑAL DE MATBECH

Mirando a uno y a otro lado, atravesó el parking amparándose en las sombras de la noche.  Allí estaba el coche, un audi de color rojo, flamante, brillando bajo la humedad de la niebla. El coche de alguien que parecía no conocer los problemas de la vida. Las ruedas nuevas, el parabrisas limpio, el interior impoluto como un tanatorio. En la bandeja trasera había un peluche que reconoció enseguida. Era de ella. Se lo había regalado él en la feria de Alcalá, lo consiguió en el puesto de tiro con seis perdigones, acertó los seis, a pesar de estar trucada la escopetilla, en aquella época, que ahora le parecía tan remota, todavía estaba muy enamorado. Sintió odio, un odio que le cegaba los ojos llenándoselos de lágrimas, légrimas negras que le quemaban las pupilas como rayos láser. Pero tenía que estar frío para hacer lo que tenía que hacer. Había premeditado tanto aquel momento...Miró la hora en el móvil, las ocho menos cinco, ya debía de estar a punto de aparecer. Se escondió detrás de una pared del polideportivo, inmunda de grafitis obscenos. Se vio reflejado fugazmente en un retrovisor. Bajo de estatura, con un ojo vago, por lo que llevaba gafas de aumento desde niño, que habían acabado por formarle una protuberancia entre la nariz y la frente. Con sus pelos de punta siempre despeinados, sus ojos desorbitados tras las lupas y su nariz aguileña, parecía un alimoche. Era feo. Se sentía feo por dentro y por fuera. Y desde que ella lo abandonó siempre estaba triste, con una tristeza inquieta y desesperada, con una tristeza desgarradora como una operación sin anestesia. ¿Se podía vivir así mucho tiempo? Pues claro que sí, hombre, hasta que se muriera uno, mira el Conde de Montecristo, o esos presos que esperan su hora durante interminables años en el corredor de la muerte. El dolor es como un parásito que se mete debajo de la piel. El dolor y la violencia muchas veces van íntimamente unidos.

Hacía ya casi un año que ella lo había dejado. Jamás pensó que algo así pudiera ocurrirle. Era suya, no podía ensuciarse de más mundo que del suyo. Pensaba como él, reía como él, sentía como él la había enseñado a sentir. Pero cada vez la trataba peor, aunque enseguida se arrepentía, sufría viendo llorar aquellos ojos tan puros. Olía tan bien, como la hierba después de llover, era tan guapa y él tan feo que a su lado se sentía inseguro y angustiado. Su razón no alcanzaba a entender que una chica tan especial pudiera amarlo, a veces creía que se reía de él. No entendía nada. Tal vez por eso la maltrataba psicológicamente y llegó a pegarle en varias ocasiones, siempre por celos y por complejo de inferioridad. Hasta que un día estalló la tragedia, como un cartucho de dinamita del que ya ha ardido toda  la mecha.

-¿Por qué no hablas?- Le había preguntado ella con su dulce voz, viéndolo taciturno al atravesar el parque, pisando las hojas muertas, de regreso al autobús.

-¿Por qué miraste a ese?- Preguntó él después de un largo y angustioso silencio. Así empezó todo. La violencia lo arrastró como un destructivo huracán. Luego, sudando estertoreamente,  sintió pena y tuvo ganas de abrazarla, pero ya era demasiado tarde.

Ella, ya en el autobús, se agazapó en el último asiento. Sola, triste y herida como un pájaro tiroteado y abatido. La sangre le manaba por la nariz y por la boca. Se subió el cuello del abrigo y se echó el pelo sobre la cara para que nadie la viera llorar. Miró por la ventanilla, las farolas se sucedían como los cirios de un entierro. Su destino de mujer rota, sucia, humillada, desesperanzada. Lo seguía queriendo y eso era lo que más le dolía, más que los puñetazos en la cabeza, que el corte en el labio, que los ojos hinchados, que las patadas de odio mientras estaba tirada en el suelo como un perro al que apalea su dueño sin motivo aparente. Le había dado tantas oportunidades...Nunca quiso denunciarlo, ni siquiera aquella última vez. Ya nadie podía saber a ciencia cierta lo que pasaba en su interior, ni siquiera ella misma.

-         Es bueno, es bueno, es bueno- Repetía espasmódicamente a su madre, moviendo el torso sentada en una silla, con los ojos muy abiertos como si se hubiera vuelto loca.

Una señora muy gorda cargada de bolsas del Carrefur, se acercó a ella al ir a bajarse en una parada.

-         Pero ¡qué te ha pasado hermosa!-

Trató de ocultarse más arrinconada en su asiento, sintiéndose inundada por el hedor de la sangre mezclada con ese rancio sudor pobre e interracial de los trabajos y los días que desprendía el escay.

-         Nada, mi novio y yo hemos tenido un accidente con la moto-

Aquello fue demasiado. Cuando se enteró su padre tuvieron que sujetarlo entre tres guardias civiles.

-         ¡Dejadme que mate a ese cabrón!-

A fuerza de psicólogos y un constante apoyo familiar, al final pudo dejarlo. Obtuvo una orden de alejamiento y meses después rehizo su vida con un buen chico que era futbolista del equipo local. Nada que ver con el otro. Este era sereno y seguro, alegre, vital, inteligente. Y guapo por añadidura, se parecía a Junior, el cantante de los años sesenta, en sus mejores tiempos. En su infancia no había sido amamantado con leche contaminada, con leche de arrabal, con leche de víbora. Esa leche que producía un frío interior que no podía apaciguar ningún abrazo de mujer.

Su verdugo siguió acosándola durante algún tiempo, hasta que unos amigos del nuevo novio lo acorralaron en una pista de skate y le dieron una paliza que lo condujo al hospital. Aprendió como había aprendido siempre, a hostia limpia. A partir de entonces la dejó en paz. Aunque no podía vivir sin ella. Creía que con el tiempo lo superaría igual que había superado las contusiones y se habían soldado los huesos rotos. Pero el corazón es otra cosa, el corazón es de cristal y cuando se parte se claven los pedazos en el pecho noche y día. Es mejor vivir sin corazón.

En fin, ahí llega, míralo, el niño guapo, parece una avutarda con esos andares con la cabeza levantada y el culo para fuera, como si estuviera paseando sintiéndose el dueño del mundo.

Ahora o nunca, se dijo. Y un odio frío como el acero le hizo sacar con pulso firme el martillo del interior de su raída cazadora.

El futbolista no pudo esquivar el golpe. Apartó un poco la cara pero el primer martillazo le partió los huesos de la mejilla y le reventó un ojo. Se desplomó sobre el suelo de cemento como un muñeco de trapo y el criminal siguió descargando sus golpes hasta que borró cualquier rasgo humano de aquel rostro que antes parecía brillar de autosatisfacción como una bola de navidad. Cuando lo creyó muerto lo arrojó a patadas a una cuneta.

En su huida, al pasar junto al coche, escribió con sangre en el parabrisas el nombre de su antigua novia, de esa chica a la que en el fondo nunca quiso tanto como a su enmierdado e impotente yo.

 

 

 

CAMINÓ hacia la mesa con sus glúteos tremolando

como victoriosas banderas de juventud.

Después regresó a la cama, con un halo de luz

coronando su sombreado pubis.

Estaba en todas partes,

como una demente sucesión de fotogramas de lujuria.

Si me daba la vuelta en la cama,

allí estaba ella con esos ojos tan grandes

mirándome como un gato a un insecto insignificante.

Si me dormía, allí estaba ella asomándose

por la puerta entreabierta de mis pesadillas.

Si despertaba, allí estaba ella peinándose desnuda

y cantando ante el espejo.

Muchas veces intenté ahogarla en la bañera,

arrojarla del coche en marcha,

encerrarla bajo llave entre las páginas de un libro.

Pero no había manera.

Era más fácil arrancarme de cuajo la vida

que penar arrastrando su omnipresente ausencia.

 

 

 

LA CUEVA DEL CÍCLOPE

                          Mira a tu alrededor, me dijo el sepulturero, ¡quedan tantas cosas vivas!

 

NOCHE I

Y cuando todo, hasta la carne, 

parecía morirse y apagarse de tristeza,

de repente una llama viva recorría tu cuerpo excitante

desde tus pies hasta la blanca y profunda belleza de tu cara,

encendiendo tus besos de mariposa lasciva,

tus trémulos abandonos,

tus jóvenes pechos que reventaban de savia,

tus dulces y obscenas posturas,

tus manos que revoloteaban como palomas asustadas.

Y entonces yo, rabioso de lujuria,

moría de terror y deseo viéndote arder de luz,

y me parecías tan cerca y tan lejos como tu ropa sobre la silla.

Añoro tu forma de peinarte

bajo aquel cuadro de las flores moradas,

tu cintura ondulando suavemente,

tus pendientes que tintineaban,

el rumor de las medias por tus muslos

mientras el escenario de la habitación

volvía a quedar en penumbra,

y la vida crecía desde las raíces de tus ojos,

como una apasionada enredadera

alrededor de mi tumba.

 

 

 

NOCHE II

Como un perro hambriento devoraba tu carne tierna y sometida,

buscando el calor de tu sexo

bajo aquel frío firmamento pintado en la pared.

A ciegas reconocía cada fértil parcela de tu piel.

Sabía dónde había crecido una rosa,

en que lugar exacto había una huella en la nieve,

desde qué oquedad levantaba el vuelo un pájaro,

en qué rama estallaba una risa,

de qué piedra manaba una lágrima.

No necesitaba ya más mundo

que las cintas negras de tus ligueros sobre tus blancas nalgas,

que la luz de tus ojos en mis laberintos,

que ese rictus en tu boca de virgen inmolada,

que tus pródigos pechos amamantando mis sátiros instintos,

que tu cabello cayendo libidinosamente por tu espalda,

que mi insaciable lujuria profanando tu pudor.

Y esas pequeñas caricias que, al fundirme en ti,

de tus manos se escapaban avergonzadas de amor.

 

 

NOCHE III

Dos cuerpos revueltos, confundidos, enredados,

la carne ardiendo contra la carne,

tu sexo abriéndose con un rubor de yaga latente,

y tus muslos rodando entre las sábanas

con un resplandor rosáceo de amanecer que besa las ventanas.

Yo te miraba absorto, sin saber si era de día o de noche,

si me esperaba el suelo firme o el abismo

tras las paredes de aquella habitación.

Sentía algo tan perverso y puro

al hoyar la cálida nieve de tu excitada desnudez.

Echabas el pelo hacia atrás y te entregabas

como una carta de amor que cae al fuego,

te abrías de dentro a fuera como una flor

que se confía al dudoso sol de invierno.

Entonces te besaba cuello abajo y te desvanecías de gozo,

mientras mis dedos lujuriosos giraban

jugando con las pálidas lunas de tus pezones,

y una onírica luz de aurora

ondeaba por tu encendida piel de adolescente.

Parecía que ni la espada del tiempo

podría partir jamás aquellos largos abrazos.

Y es que fueron tantos besos, tantos lamidos,

tantas absoluciones para tan inconfesables pecados.

 

 

NOCHE IV

Había momentos en los que te veía languidecer

como una flor sin agua. Te sentías mancillada,

perdida y sola sobre aquella cama extraña,

en aquella lúgubre habitación que no olía a tus cosas.

Hundías tu dulce cara sobre la almohada

buscando entre las sábanas revueltas los primeros susurros del amor,

mientras sentías arañas corriendo por tu espalda,

tejiendo sus telas en tus ingles,

fabricando sus nidos en el calor de tu útero.

Te preguntabas qué hacías allí, te palpabas y te sentías sucia

como un trapo en un fregadero.

Te preguntabas qué te producía ese agudo dolor en el costado,

y si el amor eran esas densas concupiscencias

de intenso olor sobre las que nos revolcábamos.

Yo, ajeno a todo lo que no fuera el rotundo universo de tu belleza,

me aferraba a tus voluptuosas nalgas

como si alcanzara la luna con las manos.

A veces te entraban ganas de llorar,

pero era como una sombra, como un tenue velo de terror

que se cruzaba fugazmente ante tus ojos.

Entonces de repente te ponías a reír con tu bello rostro

y los árboles se llenaban otra vez de frutas y pájaros.

Sacudías el pelo, salvaje, hermosa y liberada

como una vestal en lo alto de un acantilado,

tu aniñada y doliente expresión en el espejo,

y aquella colcha roja resbalando por tu piel de nácar.

Te abrías y te agitabas con instintiva cadencia de hembra clara,

con pureza de animal en tu entrega,

y yo, frenético, sacrílego, desgranaba en mi boca la granada de tu sexo,

y me vertía en tu intimidad buscando el mar de tus entrañas.

Finalmente nos envolvía de nuevo nuestra penumbra,

y abrazados, mezclados mi sudor y tu pigmento,

nos sepultábamos bajo las mantas.

 

 

NOCHE V

¿Hasta dónde estabas dispuesta a llegar?

Me habías dejado derribar tus puertas a patadas,

aplastar tus rosales con mis cuadrigas,

robar los frutos de tu huerta.

Te reclinabas sometida a mis ansias obscenas,

mis mordiscos hambrientos y mis viciosas blasfemias,

mirando a tu alrededor sin reconocer las paredes

de aquella caverna, que rezumaban maleficios.

Tú eras una chica normal que paseando un día por el parque

cayó prisionera en el cepo del amor.

Ahora, sin embargo, te contemplabas en el espejo

con tu lencería de burdel, y acariciabas esas manchas rojas

que ensuciaban el manto blanco de tus recuerdos.

Con el pelo sobre la cara se te nublaban los ojos

y tus labios se dilataban con la salada miel del deseo.

De repente eras tú quien se mordía los labios

y en el fondo de la caja de Pandora

buscaba arrobadores secretos.

Después te escondías de nuevo en las sombras,

avergonzada del rubor de tus mejillas,

de esa sensación que te llegaba hasta el fondo

cuando te agarrabas al cabecero de la cama

y el cálido néctar de los impuros instintos fluía por tus muslos,

mientras las mantas y los pétalos de tu inocencia

se arrastraban por el suelo.

¿Qué más te quedaba por sacrificar?

Te preguntabas subiéndote las medias suavemente.

Y con dos delicados pellizcos,

te abrochabas los ligueros.

NOCHE VI

Con eróticas cinceladas el deseo modelaba tu cuerpo de alabastro,

iluminándolo por fuera, calentándolo por dentro,

levitabas sobre la materia oscura

y volabas hacia el orgasmo con tus cabellos al viento.

E

el boxeador invisible

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EL BOXEADOR INVISIBLE

 

 

 

 

 

 

EL BOXEADOR INVISIBLE

 

El boxeador estaba en el sótano haciendo sombra. Directo de izquierda, directo de derecha, croché de izquierda, paso lateral, esquiva, gancho de derecha. A cada golpe resoplaba como si expulsara el alma por la boca. Sentía en los labios la sal del sudor. Ya no era joven, hacía casi diez años que se había retirado, después de veintinueve peleas como profesional, con veinte derrotas y un nulo. Un palmarés más bien mediocre. Toni Cosano, el Fénix de Leganés, un boxeador segundón que parecía tener atornillados los pies a la lona, y cuyo nombre solía aparecer en los carteles en la parte de abajo con letra pequeña. Su manager lo abandonó como a un perro en una gasolinera, cuando iban a una velada a San Sebastián, y encima después de haberse comido su sanwis de jamón y queso y bebido su cerveza sin alcohol. Más tarde se justificó diciendo que estaba aburrido de un pupilo tan torpe y malo. Pero Toni perseveró y siguió entrenando por su cuenta, saltando con su bolsa de deporte al hombro la tapia del barracón donde entrenaban sus compañeros, cuando ya todos, hasta Felipe Juan, el ludópata que limpiaba los retretes, se habían marchado.

Luego le salió el trabajo de butanero y abandonó el boxeo definitivamente.

De vez en cuando se pasaba por el gimnasio de la CMU a saludar a los colegas, pero más que nada a respirar ese hedor tan familiar del cuero mezclado con el sudor, el miedo y la sangre.

Directo de izquierda, gancho, semigancho, croché, paso atrás, media esquiva, directo de contra...

Una niña pequeña de mirada inteligente se asomó desde lo alto de la escalera.

-         Mi madre dice que si no subes ya cenamos nosotras solas y tu cena se la echa otra vez al gato-

Toni Cosano miró el reloj de cocina que estaba colgado en la pared desconchada por la humedad y el salitre. Le faltaba minuto y medio para acabar el asalto.

La niña se quedó observándolo.

-¿Estás boxeando solo?- Preguntó con su clarividente ingenuidad infantil.

- No, hija, estoy boxeando contra el boxeador invisible-

-¿Y quién va ganando?-

- Yo, Lidia, ¿no lo ves?, mira qué paliza le estoy dando- Y entonces aceleró sus golpes arremetiendo con bravura, arrinconando al boxeador invisible contra las cuerdas, a fuerza de arrojo y pundonor.

- ¡Ya está, lo acabo de tumbar, uno, dos, tres...éste ya no se levanta!-

- ¡Levántate boxeador invisible, no te dejes vencer, yo quiero que gane el boxeador invisible!-

- Pues no me extrañaría que me ganara también, hija, ya no puedo ni con mi sombra-

La aguja del reloj alcanzó el cenit de los tres minutos y el boxeador visible, el gran Fénix de Leganés, se puso a coger aire levantando los brazos.

-         ¿Dónde está el boxeador invisible?-

-         Se ha ido corriendo, Lidia, creo que le he roto una costilla-

-         Pobrecillo, y se ha ido sin firmarme un autógrafo, ¿a ti te duele cuando te pega el boxeador invisible?-

-         Pues claro, hija, a mí me duelen muchas cosas, pero lo que más me duele en el mundo es que te hagan daño a ti-

-         Entonces, si yo me pego en la cara ¿te duele a ti?- Preguntó la niña abofeteándose suavemente en su mejilla sonrosada.

El padre se llevó la mano a su curtido rostro, tan golpeado y masacrado, componiendo un gesto de dolor.

-         ¡Ay, qué daño!-

La niña se rió.

-         ¿Y si me tiro del pelo también te duele?- Inquirió tirándose sin demasiada fuerza de uno de sus moñitos.

El padre echó la cabeza hacia atrás como si lo arrastraran de su inexistente cabellera.

-¡Ay ay ay ay!-

La niña volvió a reír a carcajadas.

Entonces apareció la madre en el umbral, como una nube de tormenta cubriendo de repente el cielo azul. Era joven, gorda y guapa. Llevaba un delantal muy escotado donde ponía "La reina de la cocina", (que él le había regalado en broma cuando aún eran capaces de reír juntos), por donde asomaban dos enormes y blancos senos. Una teta estuvo a punto de salirse cuando inclinó el torso sobre la barandilla de la escalera.

-         Si tú no quieres cenar- le dijo al padre con acero en la voz y veneno en la mirada- deja por lo menos que la niña cene, mira las horas que son, ten un poco de consideración alguna vez en tu vida-

Estaban en trámites de separación. Aunque ya no hacían el amor, él la seguía deseando. De vez en cuando, desesperado, se iba de putas pensando en ella. Por el contrario ella a él ya no lo deseaba, le repugnaba ese olor que antes tanto la excitaba, y no necesitaba pagar para tener sexo. Flirteaba con un compañero de trabajo que era muy gracioso, como Jaimito. El amor es muy raro, es otro boxeador invisible que siempre se mueve de un lado a otro, pivotando sobre las punteras, desplazándose de improviso hacia el lado que menos esperas. A veces crees que lo tienes de frente y está a tu espalda con el puño levantado.

El gran Fénix de Leganés se pasó una mano por la cara, y tras mirar a uno y otro lado como si buscara al cobarde boxeador invisible al que acababa de derrotar por fin, subió las escaleras con pasos cansinos, como si ascendiera los escalones de un patíbulo, en pos del amor y de la concupiscencia.

 

 

 

 

 

 

 

UN ABRAZO DE SOLEDAD

 

Marcela está triste. La puta está triste ¿qué tendrá la puta? Como es Navidad echa de menos a los suyos. Los suyos son su madre y su niño de ocho años. Los suyos jamás serán las demás mujeres del burdel, ni los proxenetas negros que la explotan y esclavizan, ni la clientela marginal que la visita para desfogarse en su cuerpo escultural. Podría pasarse toda la eternidad conviviendo con ellos y nunca llegarían a ser para ella algo más íntimo que un grano en el culo. Además con este frío que está haciendo estos días, la niebla y las ramas desnudas de los árboles, una se pone más triste todavía.  Marcela tiene frío en los pies y no se quita los calcetines blancos con franjas rosas ni siquiera cuando se abre de piernas sobre la cama. Como todas las mujeres voluptuosas, suele tener frío en los pies, diríase que en las mujeres voluptuosas el calor de la sangre se repliega a las carnes más contundentes, a las grandes tetas, al interior de los muslos, a las gruesas nalgas, a las redondeadas mejillas, a los labios carnosos y a los ojos grandes bañados en sensualidad.

Marcela lleva unas medias rotas que hacen más atractivas sus torneadas piernas. En una mujer hermosa cualquier defecto se perfecciona, mientras que en una no agraciada cualquier perfección se afea.

Marcela está sentada en un sillón desvencijado, el codo apoyado en un pañito renegrido, viendo la televisión que han puesto encima del frigorífico. Un proxeneta negro con cara de mono y las encías y los ojos  enrojecidos, pasa a su lado con un cargador de móvil en la mano y le roza la rodilla. Marcela sigue con sus ojos fijos en los absurdos fotogramas de la pantalla.

Llaman al timbre. Preguntan por ella. Es un viejo cliente. Marcela, cuando lo ve, avanza hacia él por el pasillo con sus nalgas tremolando de nuevo como victoriosas banderas de sexo y lujuria. Lo abraza con fuerza, es lo más familiar que tiene a este lado del mar, un abrazo largo como si quisiera fundirse en él, refugiarse en él, calentarse en él. Un abrazo más fuerte que el del amor, un abrazo de soledad.

-         ¿Dónde has estado todo este tiempo, mi amor?- Marcela ni siquiera sabe cómo se llama su querido cliente, aunque hace más de tres años que lo conoce. Le preguntó su nombre el primer día pero ya se le olvidó.

-         Por ahí, je je je je, buscándome la vida- Responde el cliente sin nombre, sonriendo de oreja a oreja alagado por el cariño de la puta, tan satisfecho que hasta su calva parece sonreír.

Entran a una habitación de donde acaban de salir un negro y una rubia. Marcela rocía un bote de ambientador de rosas para sofocar un poco el fuerte pigmento del negro. En las habitaciones el trasiego es constante, recuerda a la consulta de un médico de cabecera.

-         ¿Qué cosas morbosas quieres que hagamos hoy, mi amor?- Pregunta la bella Marcela echando lánguidamente sus brazos sobre los hombros del viejo cliente.

-         No sé, había pensado en un lésbico, pero la chica de la última vez era un poco sosa-

-         Es verdad, mi amor, era más bien seca, es que era ucraniana-

-         También me gustaría que lo hicieras con otro mientras yo te miro-

-         Vale, pero tendríamos que buscar a un chico y hoy no hay ninguno-

-         Anda, vete entonces a buscar a alguna para el dúplex-

Marcela sale de la habitación y el cliente se queda mirando las paredes desconchadas, el bidet que gotea y las sábanas sucias. Le recuerdan un poco a su propia vida. Se oyen carcajadas fuera. Al cabo de un rato Marcela regresa sola.

-         Es que hoy sólo hay chinas, mi amor, y ninguna quiere hacerlo, hay una rubia que es muy activa y apasionada pero está ocupada con un chino-

-         Bueno, pues hagamos algo nosotros-

-         Claro que sí, mi amor, no necesitamos a nadie-

Marcela se abre en la cama como una flor gigante. Sus grandes muslos sobresalen por los bordes. Tiene la mirada de niña y un rotundo cuerpo de mujer. Se conoce que el cliente también está triste. No marcha bien la venta ambulante, y encima la parienta lo quiere abandonar ahora después de cuarenta años de matrimonio, justo cuando acaban de tener una nietecita preciosa, y todo por culpa de la maldita tele y el puto internet ese de los cojones, piensa  indignado mientras agarra con fuerza un buen pedazo de culo. Pero en fin, lo bueno que tienen las prostitutas es que no hay necesidad de demostrarles nada. Eres lo que eres y lo poco que seas ya es un logro. Siempre que pagues te hacen sentir hombre. Ellas se encargan de todo.

Al final la bella Marcela lo hace disfrutar con sus desmayados gemidos y su paciente entrega. Además, con un culo y unos labios como esos a ver quien es el guapo que se resiste.

En la habitación de al lado se oye a la rubia apasionada jadear dulcemente mientras el chino la monta. Al chino no se le oye, esa gente de mirada oblicua suele ser reservada hasta cuando jode.

Marcela se vuelve a poner sus medias rotas. La verdad es que tiene un cuerpazo espectacular. La cesárea apenas se le nota. Tuvo su hijo a los catorce años. Y es que estas hermosas mujeres caribeñas suelen ser precoces como animales. Qué pena que esa precocidad acabe a veces en un burdel de mala muerte. Marcela es una buena chica que cree en Díos, en la tradición y en las buenas costumbres. Nunca, hasta la fecha, y ya tiene casi veintidós años, se ha dejado montar por la parte postrera, de eso sí que puede sentirse orgullosa.

Tras la ventana, en la calle, se oye un triste acordeón y los barrenderos, con guantes y pasamontañas, barren las hojas muertas como si bailaran un vals.

Marcela y su cliente salen de la habitación.

-         Estamos en manos de dios, cariño- Va diciendo la buena muchacha mientras se ajusta su minúscula braguita fucsia de encaje con un lacito blanco muy sexy.

En el pasillo coinciden con la rubia y el chino.

-         Adiós guapo- Le dice la rubia al vendedor ambulante, guiñándole un ojo provocativamente. El chino sonríe todo el tiempo. Se conoce que el hombre ha quedado contento.

-         Cuídate, cariño- Se despide Marcela de su viejo cliente con arrumacos felinos y dos sinceros besos en las mejillas.

De una de las lúgubres habitaciones, se ve fugazmente salir a un seminarista de rostro blanco como el mazapán y la raya del pelo, recortado a tazón, recta como si hubiese sido trazada con tiralíneas, en el lado derecho. Se escabulle avergonzado con los ojos bajos sin esperar siquiera a que lo acompañe la chica hasta la puerta. El mundo siempre ha sido así de disimulado y seguirá siéndolo hasta que dios quiera.      

En cuanto su cliente se marcha, Marcela vuelve a sentir frío y tristeza. El frío y la tristeza de un destino cruel, de la miseria, de los errores del amor ciego y de la sangre ardiente que se pagan durante toda la vida, el frío y la tristeza de la soledad y de la ausencia.

 

 

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