EL BOXEADOR INVISIBLE
EL BOXEADOR INVISIBLE
El boxeador estaba en el sótano haciendo sombra. Directo de izquierda, directo de derecha, croché de izquierda, paso lateral, esquiva, gancho de derecha. A cada golpe resoplaba como si expulsara el alma por la boca. Sentía en los labios la sal del sudor. Ya no era joven, hacía casi diez años que se había retirado, después de veintinueve peleas como profesional, con veinte derrotas y un nulo. Un palmarés más bien mediocre. Toni Cosano, el Fénix de Leganés, un boxeador segundón que parecía tener atornillados los pies a la lona, y cuyo nombre solía aparecer en los carteles en la parte de abajo con letra pequeña. Su manager lo abandonó como a un perro en una gasolinera, cuando iban a una velada a San Sebastián, y encima después de haberse comido su sanwis de jamón y queso y bebido su cerveza sin alcohol. Más tarde se justificó diciendo que estaba aburrido de un pupilo tan torpe y malo. Pero Toni perseveró y siguió entrenando por su cuenta, saltando con su bolsa de deporte al hombro la tapia del barracón donde entrenaban sus compañeros, cuando ya todos, hasta Felipe Juan, el ludópata que limpiaba los retretes, se habían marchado.
Luego le salió el trabajo de butanero y abandonó el boxeo definitivamente.
De vez en cuando se pasaba por el gimnasio de la CMU a saludar a los colegas, pero más que nada a respirar ese hedor tan familiar del cuero mezclado con el sudor, el miedo y la sangre.
Directo de izquierda, gancho, semigancho, croché, paso atrás, media esquiva, directo de contra...
Una niña pequeña de mirada inteligente se asomó desde lo alto de la escalera.
- Mi madre dice que si no subes ya cenamos nosotras solas y tu cena se la echa otra vez al gato-
Toni Cosano miró el reloj de cocina que estaba colgado en la pared desconchada por la humedad y el salitre. Le faltaba minuto y medio para acabar el asalto.
La niña se quedó observándolo.
-¿Estás boxeando solo?- Preguntó con su clarividente ingenuidad infantil.
- No, hija, estoy boxeando contra el boxeador invisible-
-¿Y quién va ganando?-
- Yo, Lidia, ¿no lo ves?, mira qué paliza le estoy dando- Y entonces aceleró sus golpes arremetiendo con bravura, arrinconando al boxeador invisible contra las cuerdas, a fuerza de arrojo y pundonor.
- ¡Ya está, lo acabo de tumbar, uno, dos, tres...éste ya no se levanta!-
- ¡Levántate boxeador invisible, no te dejes vencer, yo quiero que gane el boxeador invisible!-
- Pues no me extrañaría que me ganara también, hija, ya no puedo ni con mi sombra-
La aguja del reloj alcanzó el cenit de los tres minutos y el boxeador visible, el gran Fénix de Leganés, se puso a coger aire levantando los brazos.
- ¿Dónde está el boxeador invisible?-
- Se ha ido corriendo, Lidia, creo que le he roto una costilla-
- Pobrecillo, y se ha ido sin firmarme un autógrafo, ¿a ti te duele cuando te pega el boxeador invisible?-
- Pues claro, hija, a mí me duelen muchas cosas, pero lo que más me duele en el mundo es que te hagan daño a ti-
- Entonces, si yo me pego en la cara ¿te duele a ti?- Preguntó la niña abofeteándose suavemente en su mejilla sonrosada.
El padre se llevó la mano a su curtido rostro, tan golpeado y masacrado, componiendo un gesto de dolor.
- ¡Ay, qué daño!-
La niña se rió.
- ¿Y si me tiro del pelo también te duele?- Inquirió tirándose sin demasiada fuerza de uno de sus moñitos.
El padre echó la cabeza hacia atrás como si lo arrastraran de su inexistente cabellera.
-¡Ay ay ay ay!-
La niña volvió a reír a carcajadas.
Entonces apareció la madre en el umbral, como una nube de tormenta cubriendo de repente el cielo azul. Era joven, gorda y guapa. Llevaba un delantal muy escotado donde ponía "La reina de la cocina", (que él le había regalado en broma cuando aún eran capaces de reír juntos), por donde asomaban dos enormes y blancos senos. Una teta estuvo a punto de salirse cuando inclinó el torso sobre la barandilla de la escalera.
- Si tú no quieres cenar- le dijo al padre con acero en la voz y veneno en la mirada- deja por lo menos que la niña cene, mira las horas que son, ten un poco de consideración alguna vez en tu vida-
Estaban en trámites de separación. Aunque ya no hacían el amor, él la seguía deseando. De vez en cuando, desesperado, se iba de putas pensando en ella. Por el contrario ella a él ya no lo deseaba, le repugnaba ese olor que antes tanto la excitaba, y no necesitaba pagar para tener sexo. Flirteaba con un compañero de trabajo que era muy gracioso, como Jaimito. El amor es muy raro, es otro boxeador invisible que siempre se mueve de un lado a otro, pivotando sobre las punteras, desplazándose de improviso hacia el lado que menos esperas. A veces crees que lo tienes de frente y está a tu espalda con el puño levantado.
El gran Fénix de Leganés se pasó una mano por la cara, y tras mirar a uno y otro lado como si buscara al cobarde boxeador invisible al que acababa de derrotar por fin, subió las escaleras con pasos cansinos, como si ascendiera los escalones de un patíbulo, en pos del amor y de la concupiscencia.
UN ABRAZO DE SOLEDAD
Marcela está triste. La puta está triste ¿qué tendrá la puta? Como es Navidad echa de menos a los suyos. Los suyos son su madre y su niño de ocho años. Los suyos jamás serán las demás mujeres del burdel, ni los proxenetas negros que la explotan y esclavizan, ni la clientela marginal que la visita para desfogarse en su cuerpo escultural. Podría pasarse toda la eternidad conviviendo con ellos y nunca llegarían a ser para ella algo más íntimo que un grano en el culo. Además con este frío que está haciendo estos días, la niebla y las ramas desnudas de los árboles, una se pone más triste todavía. Marcela tiene frío en los pies y no se quita los calcetines blancos con franjas rosas ni siquiera cuando se abre de piernas sobre la cama. Como todas las mujeres voluptuosas, suele tener frío en los pies, diríase que en las mujeres voluptuosas el calor de la sangre se repliega a las carnes más contundentes, a las grandes tetas, al interior de los muslos, a las gruesas nalgas, a las redondeadas mejillas, a los labios carnosos y a los ojos grandes bañados en sensualidad.
Marcela lleva unas medias rotas que hacen más atractivas sus torneadas piernas. En una mujer hermosa cualquier defecto se perfecciona, mientras que en una no agraciada cualquier perfección se afea.
Marcela está sentada en un sillón desvencijado, el codo apoyado en un pañito renegrido, viendo la televisión que han puesto encima del frigorífico. Un proxeneta negro con cara de mono y las encías y los ojos enrojecidos, pasa a su lado con un cargador de móvil en la mano y le roza la rodilla. Marcela sigue con sus ojos fijos en los absurdos fotogramas de la pantalla.
Llaman al timbre. Preguntan por ella. Es un viejo cliente. Marcela, cuando lo ve, avanza hacia él por el pasillo con sus nalgas tremolando de nuevo como victoriosas banderas de sexo y lujuria. Lo abraza con fuerza, es lo más familiar que tiene a este lado del mar, un abrazo largo como si quisiera fundirse en él, refugiarse en él, calentarse en él. Un abrazo más fuerte que el del amor, un abrazo de soledad.
- ¿Dónde has estado todo este tiempo, mi amor?- Marcela ni siquiera sabe cómo se llama su querido cliente, aunque hace más de tres años que lo conoce. Le preguntó su nombre el primer día pero ya se le olvidó.
- Por ahí, je je je je, buscándome la vida- Responde el cliente sin nombre, sonriendo de oreja a oreja alagado por el cariño de la puta, tan satisfecho que hasta su calva parece sonreír.
Entran a una habitación de donde acaban de salir un negro y una rubia. Marcela rocía un bote de ambientador de rosas para sofocar un poco el fuerte pigmento del negro. En las habitaciones el trasiego es constante, recuerda a la consulta de un médico de cabecera.
- ¿Qué cosas morbosas quieres que hagamos hoy, mi amor?- Pregunta la bella Marcela echando lánguidamente sus brazos sobre los hombros del viejo cliente.
- No sé, había pensado en un lésbico, pero la chica de la última vez era un poco sosa-
- Es verdad, mi amor, era más bien seca, es que era ucraniana-
- También me gustaría que lo hicieras con otro mientras yo te miro-
- Vale, pero tendríamos que buscar a un chico y hoy no hay ninguno-
- Anda, vete entonces a buscar a alguna para el dúplex-
Marcela sale de la habitación y el cliente se queda mirando las paredes desconchadas, el bidet que gotea y las sábanas sucias. Le recuerdan un poco a su propia vida. Se oyen carcajadas fuera. Al cabo de un rato Marcela regresa sola.
- Es que hoy sólo hay chinas, mi amor, y ninguna quiere hacerlo, hay una rubia que es muy activa y apasionada pero está ocupada con un chino-
- Bueno, pues hagamos algo nosotros-
- Claro que sí, mi amor, no necesitamos a nadie-
Marcela se abre en la cama como una flor gigante. Sus grandes muslos sobresalen por los bordes. Tiene la mirada de niña y un rotundo cuerpo de mujer. Se conoce que el cliente también está triste. No marcha bien la venta ambulante, y encima la parienta lo quiere abandonar ahora después de cuarenta años de matrimonio, justo cuando acaban de tener una nietecita preciosa, y todo por culpa de la maldita tele y el puto internet ese de los cojones, piensa indignado mientras agarra con fuerza un buen pedazo de culo. Pero en fin, lo bueno que tienen las prostitutas es que no hay necesidad de demostrarles nada. Eres lo que eres y lo poco que seas ya es un logro. Siempre que pagues te hacen sentir hombre. Ellas se encargan de todo.
Al final la bella Marcela lo hace disfrutar con sus desmayados gemidos y su paciente entrega. Además, con un culo y unos labios como esos a ver quien es el guapo que se resiste.
En la habitación de al lado se oye a la rubia apasionada jadear dulcemente mientras el chino la monta. Al chino no se le oye, esa gente de mirada oblicua suele ser reservada hasta cuando jode.
Marcela se vuelve a poner sus medias rotas. La verdad es que tiene un cuerpazo espectacular. La cesárea apenas se le nota. Tuvo su hijo a los catorce años. Y es que estas hermosas mujeres caribeñas suelen ser precoces como animales. Qué pena que esa precocidad acabe a veces en un burdel de mala muerte. Marcela es una buena chica que cree en Díos, en la tradición y en las buenas costumbres. Nunca, hasta la fecha, y ya tiene casi veintidós años, se ha dejado montar por la parte postrera, de eso sí que puede sentirse orgullosa.
Tras la ventana, en la calle, se oye un triste acordeón y los barrenderos, con guantes y pasamontañas, barren las hojas muertas como si bailaran un vals.
Marcela y su cliente salen de la habitación.
- Estamos en manos de dios, cariño- Va diciendo la buena muchacha mientras se ajusta su minúscula braguita fucsia de encaje con un lacito blanco muy sexy.
En el pasillo coinciden con la rubia y el chino.
- Adiós guapo- Le dice la rubia al vendedor ambulante, guiñándole un ojo provocativamente. El chino sonríe todo el tiempo. Se conoce que el hombre ha quedado contento.
- Cuídate, cariño- Se despide Marcela de su viejo cliente con arrumacos felinos y dos sinceros besos en las mejillas.
De una de las lúgubres habitaciones, se ve fugazmente salir a un seminarista de rostro blanco como el mazapán y la raya del pelo, recortado a tazón, recta como si hubiese sido trazada con tiralíneas, en el lado derecho. Se escabulle avergonzado con los ojos bajos sin esperar siquiera a que lo acompañe la chica hasta la puerta. El mundo siempre ha sido así de disimulado y seguirá siéndolo hasta que dios quiera.
En cuanto su cliente se marcha, Marcela vuelve a sentir frío y tristeza. El frío y la tristeza de un destino cruel, de la miseria, de los errores del amor ciego y de la sangre ardiente que se pagan durante toda la vida, el frío y la tristeza de la soledad y de la ausencia.
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