JUANITO CARROCHANO
Jamás manchó sus manos
con la deshonrosa penitencia del trabajo.
Se le recordará al final de la barra del bar,
el ojo torcido, el vaso en la mano,
alto, hierático, como una estatua,
mientras la sombra va lamiendo
las fachadas de las casas
y se pliegan y se despliegan
sobre las mesas de formica
los abanicos de cartas.
Viejo hurón de fino olfato
en los puticlubs de carretera
a las tres de la mañana.
Una mano en el paraíso de una teta,
la otra pellizcando el edén de una nalga.
Retumba en pos de la posteridad
el trueno de sus huecas palabras,
riendo, de regreso al pueblo,
con sus ilustres camaradas,
encofrado en el asiento trasero del coche,
empujando el respaldo, tirándose un pedo
y estirando la pata.
Un grosero regüeldo recorre el yermo
desde la nada hasta la nada.
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