SEGUNDA PARTE
LOS
CARDOS
Qué
difícil resulta la inteligencia para quien no la practica nunca.
LA CHICA DE LA TARDE
Está
cansada.
De
las horas lentas y estériles,
del
monótono llanto de la lluvia en la ventana.
La
verdad es que en esta paupérrima casa de putas
todo
rezuma cansancio.
Los
techos sin lámparas, las paredes desconchadas,
las
sirenas enlatadas, la ceniza en el lavabo.
Hasta
las risas, que suenan a chatarra,
que
nacen entre los dientes
y
mueren entre los labios.
¿Quién
pondría ahí ese arabesco de escayola
cubierto
ahora de telarañas?
Se
pregunta con esos ojos grandes
y
esa gran ausencia en el pecho
que
escancia en un cuaderno de los chinos
escondido
celosamente debajo de la cama.
En
la puerta hay una mora embozada
con
un paquete en la mano,
ha
venido desde muy lejos para ver a su hija.
¿Quién
tendrá el valor de decirle
que
murió de miseria el invierno pasado?
La
tarde está muriendo de cansancio.
¡Por
fin un cliente azorado asoma la calavera
desde
el rellano! No hay que dejarlo escapar.
En
la calle los barrenderos amontonan las hojas
bailando
con la escoba un cansado vals.
LENGUAS MUERTAS
POCO a
poco, ¡quién lo iba a decir!,
se me fue
borrando su nombre.
Al
principio se me escapaba,
como el
grito de una amputación en carne viva,
en mitad
de una frase, en medio de un sueño,
de un
silencio, de una agonía.
Ahora
digo su nombre y me suena muy lejano,
concebido
por otro pensamiento,
escrito
en otro idioma,
en alguna
lengua muerta
que se
descompone como la arenisca.
No puedo
evitar sentirme, ¡qué tontería!,
como si
hubiera traicionado algo,
unos
votos que con el tiempo
fueron
perdiendo su solemnidad,
no sé,
como si hubiera abandonado mi cruz
en un
recodo del camino.
Ahora el
dolor ya es más corto,
y el
silencio tan largo como el olvido.
CUENCA
Es una
ciudad perdida y olvidada
tras los
montes oscuros.
Donde la
luna es un témpano
sobre los
negros tejados,
donde las
farolas tiemblan
como
fanales de barcos a la deriva.
Nadie por
las calles.
Muertas estrellas
en el cielo.
Desde la
sierra baja un viento frío
que hiela
los huesos,
un viento
helado
como las
noches de los muertos,
un viento
lúgubre
como mi
vida sin ti.
LA PUTA DE ANTÓN MARTÍN
Recuerdo
aquella puta de la calle Antón Martín.
¿Dónde descansarán
ahora sus huesos?
Llevaba
un parche en sus decrépitas nalgas
para
dejar el vicio de fumar,
y recibía
a los clientes como si fueran ropa arrugada
que había
que planchar dignamente.
Vivía en
un apartamento tan triste y lóbrego como ella.
Por lo menos
no andaba por esas calles
como
hojarasca que arrastra el viento.
A su
marido lo atropelló un coche
cuando
iba a comprar hielo a una gasolinera.
Ella
entonces era joven y hermosa,
con un
busto alto y unos labios carnosos.
Después
la vida la atropelló tantas veces,
que las
urracas acudían a su ventana
atraídas
por el olor de la carroña.
LAS NOCHES DE SÍSIFO
Es el
amor como querer tocar la luna,
como
correr detrás del sol,
como
buscar el final de un círculo.
Acabas
tan cansado que parece que la tierra se traga tus pies,
tan solo
que en tu cabeza reverbera el eco de tus pensamientos,
tan
ensimismado como un ciprés nocturno
tras las
tapias de un cementerio.
Y vuelves
a intentarlo cada vez que su plenitud roza tu vacío.
Te
conviertes en su sombra
y te va
dejando atrás como la luz al sonido,
como el
tiempo a la memoria,
como a
los muertos los vivos.
Es viento
entre las ramas que enmudece a tu paso,
agua que
se evapora cuando te acercas sediento,
paloma
que levanta el vuelo cuando extiendes la mano,
fuego que
devora tus exvotos sentimientos.
Y así un
día y otra noche, un año y otro año.
Una
piedra cada vez más grande
al pie de
una montaña cada vez más alta.
ESOS OLORES QUE SE PEGAN A LA PIEL
Cuando
Carolina recibe a sus clientes en el desconchado rellano de la escalera, parece
una azafata de una feria de muestras. Alta, sonriente, medias negras y un busto
erguido bajo la blusa escotada de su uniforme azul.
Después,
ya en la habitación, cuando se desnuda y se quita esos tacones de veinte
centímetros, resulta que la cosa no es para tanto. Hasta los pechos se le caen
un poco, derretidos por el diario amasamiento lascivo-mercantil.
Carolina
es de Alaska. El destino la trajo a la calle Bolívar en el barrio de Legazpi
del viejo Madrid, igual que un meteorito intergaláctico acaba semienterrado en
el desierto del Gobi.
A pesar
de proceder de Alaska, Carolina tiene un rostro de voluptuosidad tropical. Una
boca grande y unos ojos que refulgen como las hojas de las acacias cuando el
sol las ilumina en una mañana de rocío.
Carolina
estuvo casada con un futbolista catalán. Era defensa central del Gerona, y
cuando su equipo ascendió a segunda división, se lo creyó tanto el nota que se
sintió impune y le puso los cuernos a su mujer con la mejor amiga de ésta. Carolina
se enteró, y le dijo pausadamente al futbolista, mientras hacía las maletas con
inquebrantable determinación.
-
Cuando un perro se come una mierda, las demás ya
sólo las huele, tú, Josep, te has comido dos mierdas, podías haberte ido de
putas y haber seguido siéndome fiel, pero no, tenías que ponerme los cuernos y
encima con mi mejor amiga, así que ahí te quedas con tus cocacolas y tu
parchís, en adelante quiero estar sola, pero qué tonto eres Josep, pronto te
darás cuenta de la mujer de bandera que acabas de perder-
Carolina
tiene veintisiete años, y una hija de nueve que se llama Sara y que está
interna en un colegio evangelista. Sólo Dios sabe lo que saldrá de allí.
Cuando
Carolina llega a su casa después de una dura jornada en el platanar, se ducha y
se pone a ver la tele comiendo kikos. Desde su último cumpleaños, que fue en
septiembre, no ha salido de fiesta. No fuma, no bebe, no se droga, como hace la
mayoría de sus compañeras, es de una pureza martirológica y de una
autodisciplina monacal. Lo único que hace es joder y comer, joder y dormir,
dormir y joder, y de vez en cuando se da algún caprichito en las tiendas de
Preciados. Le encanta la soledad.
En esto
la metió una amiga cuando las cosas se le pusieron mal económicamente después
de la separación. Eso son amigos y lo demás son tonterías.
Le cuenta
estas cosas al cliente mientras le lava los atributos en el bidé. La luz del
sol de febrero se derrama por la ventana entreabierta, meciendo amorosamente
los roñosos visillos. Se enciende el horizonte sobre los pardos tejados, y el
coro de sonidos matutinos llega con nitidez a través de una atmósfera etérea.
Se
enciende el horizonte sobre los pardos tejados, y el coro de sonidos matutinos
llega abúlicamente y con nitidez a través de una atmósfera etérea. El aire
ingrávido se va llenando del denso sabor de la savia madura. Un viento
repentino levanta un remolino de polvo que zigzaguea entre los coches aparcados
y sacude las ramas desnudas de los árboles cenicientos. Un reactor va trazando
una línea láctea, rasgando el cielo envuelto en un halo de palidez"
El
cliente se llama Paco el de la Ford. Se tiró diez años preso por apuñalar a un
indio. Cuando salió de la trena el mundo le parecía un planeta extraño. No
reconocía nada. Por ejemplo le sorprendió mucho que ya no hubiera cabinas de
teléfonos, ni vedeoclubs, y a que a los carteros se les recibiera ahora como a
enemigos públicos. Quiso recuperar su pasado, pero de su pasado sólo quedaba un
solar vacío, calcinado y lleno de excrementos. No tenía presente, y su futuro
era esa puerta tenebrosa de la vejez que empezaba a abrirse con un lúgubre
quejido.
Regresó a
la calle Bolívar en busca de su vieja amiga Ester.
La calle
Bolívar estaba ahora llena de bares ecuatorianos, de música salsera, basura y
cascotes por las aceras, ropa tendida en los patios interiores, y mulatos y
mulatas bailando al sol en las ventanas. "Caldo de sal. Chicha" Anunciaban las
pizarras de los lóbregos restaurantes.
Paco
subió las oscuras escaleras y llamó a una puerta carcomida que parecía hecha de
cartón mojado, con un mugriento cartel donde ponía: Medea. Olía a una
miscelánea de sexo, sudor, crimen, orines y comida muy condimentada.
Le abrió
una negra teñida de rubio platino.
-
¿Ester?, no, mi amor, aquí no hay ninguna Ester,
¿es blanca o es morena?, ¿blanca?, yo antes también era blanca y me volví
morena, a lo mejor se ha vuelto morena como yo, ¿y dices que tenía las tetas
muy grandes?, ven, mi amor, entra y te presento a las chicas-
Paco el
de la Ford es tartamudo y tiene tics en los ojos. No para de parpadear como un
mochuelo y poner muecas grotescas como un mandril, mientras Carolina lo lava
con sus mimosas manos pequeñas y morenas. Paco cree que le está dando un mareo,
como cuando estuvo con aquella puta de las tetas gigantes, pero en realidad es
el bidé que está suelto y bascula para arriba y para abajo como si fuera una
barca del Retiro o más bien un toro mecánico. Para no caerse, Paco se agarra
con fuerza a los redondeados hombros de la muchacha.
-
Al principio se me hizo muy duro,- sigue Carolina
contándole su azarosa vida, mientras Paco el de la Ford trata de mantener el
equilibrio como un ridículo caowoy en un rodeo de cucarachas- me daba vergüenza
desnudarme delante de un desconocido, y luego están esos olores que se te
incrustan en la piel y no hay forma de arrancártelos, sobre todo los negros,
que huelen siempre a cebolla, cuidado, mi amor, no se vaya a volcar el bidé-
En la
habitación contigua, una china con un quimono naranja está esperando
pacientemente a que el cliente se quite toda la ropa. Es un viejecillo trémulo
con seis o siete capas de ropa encima. Se le va a pasar el tiempo y no habrá
acabado de desnudarse. Piensa la china con esa expresión hierática y neutra de
figura de porcelana.
En la
salita se oye cantar a una puta vieja: "Como soy una estanquera tengo el vicio
de fumar, a una fiesta me colé y un purito me fumé..."
-
Tengo que operarme del codo- continúa Carolina con
su monólogo lavandero- soy motera ¿sabes?, un domingo me tiró de la moto un
borracho y ahora tenemos que ir a juicio, me quité la escayola a los tres días
y al médico casi le da un ataque, pero es que en este sitio no se puede
trabajar escayolada, es lo que tiene ser autónoma, que no puedes permitirte el
lujo de ponerte enferma, oye, mi amor, ¿quieres que me tumbe o que me ponga a
cuatro patas?-
En la
pared, pintada de un rojo sangre seca y llena de manchas sospechosas, hay
pegado un papel escrito a boli que dice: "Proivido tirar la zenisa en el vide"
Carolina
se lame sus gruesos y repintados labios.
-
Tomé biberón hasta los nueve años, por eso mamo
tan bien, bueno, por lo menos eso dicen- Presume con un mohín de orgullo en su
prez suave.
Carolina
se sujeta sobre el pelo sus falsas rayban, y cruzándose de piernas sentada en
el borde de la cama, se rasca el codo derecho y se dispone a hacer lo que mejor
sabe: sobrevivir.
De
repente se va la luz y se oyen voces de negra al fondo de la casa.
-
Gracias, cariño, feliz día de los enamorados-
Despide Carolina a su cliente en la puerta, retomando su papel de azafata de feria
de muestras teratológicas.
EL MUNDO DE GABY
Son
criaturas del infierno que se asoman por la mirilla
emitiendo
chillidos de rata.
Algunas,
antes de ser brujas,
fueron
princesas aunque cueste creerlo,
otras,
como Gaby, sueñan todavía con serlo.
Pululan
como cucarachas por los rincones de la lujuria,
entre
sábanas mugrientas,
gélidos
calores y paredes sin ventanas.
Es tan
poderosa la miseria que levanta estas catedrales
de
cópulas mercenarias.
Mientras
la gente pasa por la acera
del
trabajo al amor, del amor al dolor
y del
dolor a la nada.
EL FANTASMA
Como era
Noche de Difuntos..., perdón, Noche de Halloween para que se nos entienda, se
había disfrazado de fantasma. Con su larga capa negra, y el rostro como
rebozado en harina bajo un negro antifaz, parecía una mezcla de batman y
danzante maragato.
Había
salido a la puerta del bar a echar un cigarro. Hacía mucho frío y la calle
estaba desierta. Parecía uno de esos pueblos abandonados cuya carretera de
acceso se va llenando de abrojos día tras día. El tiempo es una escoba que va
barriendo la vida. Una bosa del Ahorramás y una publicidad de compro tu coche
jugaban a pillarse. De vez en cuando sonaban petardos. Siempre que hay fiestas,
aunque sean acontecimientos macabros, suenan petardos, no sé por qué, la gente
es que es así. Los perros se asustaban. También la luna, que iluminaba las
lápidas del cementerio próximo, tenía cara de susto.
En la
esquina había una mujer esperando con la cabeza ladeada y encogida como una
lechuza. De vez en cuando miraba la hora a la luz de una melancólica farola. Le
habían dado plantón. Una tragedia más, silente y cotidiana. Pasó un matrimonio
por la acera donde, en la puerta de una vieja librería, pedía una mendiga muy
pálida y muy digna.
-¡Si es
que pareces tonto, joder, siempre tienes que estar jodiendo la marrana!-
Siseaba la esposa como una serpiente. El esposo, bobo y grandón, se limitaba a
tirar del perrillo.
El
fantasma se puso a fumar con fruición. En realidad estaba esperando a la
camarera. La camarera estaba sirviendo la cena a un padre con sus dos hijos.
Comían arroz con bogavante. Eran chatarreros, osea ricos. Los tres calvos,
achaparrados y mugrientos. El padre se sentía gordo de satisfacción entre sus
dos hijos. Peligroso sentimiento conociendo la gratuita crueldad del destino.
Al padre se le cayó un mejillón y recogiéndolo del suelo fue a echárselo a la
boca.
-
¡Pero qué haces- le riñó con voz áspera uno de los
hijos, arrebatándole el mejillón- estás
tonto o qué!-
El padre
sonrió bobaliconamente. El padre era un obeso mórbido con los dedos llenos de
anillos que maltrataba a la madre y la tenía anulada, los hijos lo maltrataban
a él. La camarera miraba nerviosa hacia la puerta donde el fantasma estaba
fumando.
Pascual
Cantero Palomeque, alias Pirracas, era el terror de las camareras de Illescas,
incluidas las de las luces rojas del polígono, el Leo y Helem, ninguna se le
resistía, sobre todo las viejas que querían seguir pareciendo jóvenes, cuando
la carne empieza a marchitarse, cuando los muslos se encojen y el culo y las
tetas se caen con una flacidez pesada y triste. Una joven que ha sido hermosa
quiere resultar hermosa siempre. No acepta que la belleza sea sólo un fantasma
de juventud. Quien lo ha tenido todo no se resigna a no tener ya nada. Así que
lucha como una gata herida contra ese depredador silencioso y despiadado que es
el tiempo. Necesita seguir sintiéndose deseada, venerada, temida.
Pascual
Cantero Palomeque, alias Pirracas, conocía la naturaleza femenina. Era un
mujeriego incorregible. Esa sensación de vida que da el amor de una mujer, no
la da ninguna otra cosa en el mundo, ni siquiera el fútbol. Parece que los
sentidos adquieren una nueva dimensión, y contemplar cómo una gota de rocío se
desliza por el suave pétalo de una flor, es un instante que contiene la
eternidad, que justifica toda una injustificable vida.
Pirracas
había vivido muchos momentos así, pero se estaba haciendo viejo, y a sus
cincuenta y ocho años empezaba a resquebrajarse como la hoja amarillenta de un
incunable, le asaltaba el cansancio, las dudas, el escepticismo, e incluso la
culpa. Aunque en el fondo nadie es culpable, cada uno es elegido por un destino
inexorable, como fichas de dominó en absurdas y equivocadas secuencias.
Una
noche, cuando iba o venía del bar, no recuerdo ese detalle, se encontró a su
hija por la calle, y ésta, mirándolo de arriba abajo después de tantos años, lo
llamó cobarde. Él no reaccionó. Veía en su hija un halo medroso y desesperado,
como si la persiguiera una jauría de perros. Seguía siendo aquella niña
sensible y vulnerable que volvía llorando a casa porque la acosaban en el
colegio. Una vez, en los skouts, estaba esperando su turno frente a la puerta
del baño, cuando una pandilla de asquerosas imbéciles se le colaron riendo como
hienas.
-
Tú te esperas- La empujó una de ellas, que era
bizca, patizamba y con los dientes prominentes y deformes.
La
camarera salió por fin a la puerta del bar. Pirracas dio una honda calada al
cigarrillo y tosió y carraspeó un poco.
-
Hola Ainoa, guapísima- La saludó con su voz dura y
a la vez tierna, voz de doblador de galanes americanos. Al fantasma le olía el
aliento a queso de cabra. A ella no le importó ese detalle.
La
camarera, cuya cara parecía un globo medio desinflado, rio tontamente con su
boca marchita.
A la
camarera se le había matado con el coche una hija de veintidós años que estaba
embarazada. De esto hacía ya casi trece años. Entonces la camarera estaba
trabajando en el almacén de una editorial de libros. Cuando se lo dijeron, se
quedó paralizada como una liebre, y acto seguido continuó apilando cajas, con
una nube de locura en los ojos, una nube de locura que ya la acompañó siempre
por el precipicio de su existencia. La separación, el alcoholismo, la
indiferencia al dolor, las relaciones trágicas, un suicidio en pacientes dosis
diarias.
Con
Pirracas era distinto, junto a él volvía a sentir algo que parecía ya muerto
desde hacía casi trece años. Un calor tan cerca del corazón que volvía a
encender sus latidos.
El
fantasma le ofreció un cigarrillo. La camarera miró al fantasma con los ojos
chisporroteando como pedernales. Se puso el cigarrillo en los labios, y Pascual
Cantero Palomeque, alias Pirracas, el rondador de bares, el reparador de
máquinas cortacésped, el consolador de viudas, malcasadas y princesas
destronadas, se lo encendió mirándola fijamente a los ojos, con su antifaz de
fantasma y esa mueca dura e irresistible de galán en plano medio americano.
RAQUEL
Es una
mujer muy grande
en una
habitación muy pequeña.
Posa de
diva altiva
en el
cuadro de las tres gracias,
con su
duro mentón, su nariz respingona,
el
cabello sobre la cara y sus ojos guaraníes.
Su sangre
india se enciende
en el
fragor de la orgía,
a medida
que el sol de la mañana
vivifica
su carne y su juventud.
La diva
sonríe con su belleza enrojecida,
mientras
las ratas de la sordidez se ocultan
tras las
angostas paredes
que
rezuman sexo y olvido.
ABRAZOS DE FANTASMAS
Así son
ellas, maestras en abrazos
y en
otras muchas cosas.
Abrazos
de falso almizcle
como las
películas del criogenizado aquel.
Abrazos
ausentes como un atardecer de lluvia,
casi
traslúcidos como abrazos de fantasmas,
tibios
abrazos como los últimos rescoldos de un hogar,
abrazos
suavemente crueles
como la
limosna de un rico,
abrazos
balsámicos como un beso en la frente.
Y al
final es siempre un vacío abrazando a otro vacío,
y en
medio del vacío la distancia más larga
entre un
vacío y otro.
Mientras
la vida se derrumba
y el amor
busca su curso como un antiguo río,
ellas
prodigan sus abrazos,
casi sin
ánimo de lucro
como un
monte de piedad.
LA RIÑA
Gregorio
Lara, alias Capachuchos, no tenía muchos amigos en el pueblo. La verdad es que
en Villanueva de San Roque o caías bien o caías mal. No había término medio.
Gregorio Lara llegó al pueblo después de que su mujer y sus hijas lo expulsaran
del clan. Anduvo un tiempo perdido hasta que finalmente se instaló en
Villanueva de San Roque. Como iba a lo suyo, los vecinos lo miraban con recelo.
Un día se presentó en el bar Los Tres Quintos, con un sombrero de paja calado
hasta los ojos y con torpes andares de pistolero, acompañado por una negra con
una minifalda llena de agujeros en las nalgas. A partir de entonces todo el
mundo dejó de hablarle. Cuando iba al bar a tomarse una caña, el camarero no le
ponía pincho (a los del pueblo les ponía dos), y el único vecino que antes
hablaba con él, generalmente del tiempo o de fútbol, también le retiró el
saludo. Se trataba de un gordo con los pantalones pesqueros que olía a liebre
desollada, siempre con un lápiz en la oreja, no para escribir porque escribir
casi no sabía, sino por si acaso tenía que medir algo haciendo una raya en la
pared, y que como era tan cotilla no podía evitar pegar la geta en las ventanas
cuando deambulaba ocioso por ahí.
Así que
Gregorio Lara acabó canturreando solo por las calles.
Villanueva
de San Roque era un pueblo peculiar. De escasa cultura, eso sí. Una vez los
municipales detuvieron a un sospechoso porque estaba leyendo en el parque, pero
no lecturas como dios manda, Zafón, Reverte, o la Belén Esteban esa, no, sino
una antología de teatro clásico del Siglo de Oro, ¡qué escándalo! ¡qué
indecencia!. Un pueblo de paupérrima cultura, como decíamos, pero de mozos
sanos y recios. Los quintos del cincuenta y ocho subieron a pulso un carro a la
torre de la iglesia, por hacer una gracia a las mozas que andaban buscando el
amor cogidas del brazo.
Todo esto
yo creo que es sólo una manera de intentar justificar lo injustificable, pues
no existe excusa alguna para el comportamiento border line que Gregorio tuvo en
los terribles acontecimientos de aquella fatídica mañana de Agosto.
Tal vez
fue el calor que hacía ese día, quién sabe. El caso es que estaba metiéndose en
su viejo Opel corsa, rotulado con el lema "La bolsa mágica" (Gregorio era
comercial de bolsas de plástico), cerca del Puente de Palo, cuando de repente
un perrito sarnoso de color mierda llamado Urco, los apellidos los desconocemos
al día de hoy, seguramente el perro también, apareció corriendo por el pasadizo
donde está la imprenta Moderna y el estanco, y se puso a ladrarle como un loco.
-¡Guau
guau guau guau guau...!-