ABRAZOS DE FANTASMAS
Así son ellas, maestras en
abrazos
y en otras muchas cosas.
Abrazos de falso almizcle
como las películas del
criogenizado aquel.
Abrazos ausentes como un
atardecer de lluvia,
casi traslúcidos como
abrazos de fantasmas,
tibios abrazos como los
últimos rescoldos de un hogar,
abrazos suavemente crueles
como la limosna de un
rico,
abrazos balsámicos como un
beso en la frente.
Y al final es siempre un
vacío abrazando a otro vacío,
y en medio del vacío la
distancia más larga
entre un vacío y otro.
Mientras la vida se
derrumba
y el amor busca su curso
como un antiguo río,
ellas prodigan sus
abrazos,
casi sin ánimo de lucro
como un monte de piedad.
LOS CARDOS
Qué difícil resulta la
inteligencia para quien no la practica nunca.
LA CHICA DE LA TARDE
Está cansada.
De las horas lentas y
estériles,
del monótono llanto de la
lluvia en la ventana.
La verdad es que en esta
paupérrima casa de putas
todo rezuma cansancio.
Los techos sin lámparas,
las paredes desconchadas,
las sirenas enlatadas, la
ceniza en el lavabo.
Hasta las risas, que
suenan a chatarra,
que nacen entre los
dientes
y mueren entre los labios.
¿Quién pondría ahí ese
arabesco de escayola
cubierto ahora de
telarañas?
Se pregunta con esos ojos
grandes
y esa gran ausencia en el
pecho
que escancia en un
cuaderno de los chinos
escondido celosamente
debajo de la cama.
En la puerta hay una mora
embozada
con un paquete en la mano,
ha venido desde muy lejos para
ver a su hija.
¿Quién tendrá el valor de
decirle
que murió de miseria el
invierno pasado?
La tarde está muriendo de
cansancio.
¡Por fin un cliente
azorado asoma la calavera
desde el rellano! No hay
que dejarlo escapar.
En la calle los barrenderos
amontonan las hojas
bailando con la escoba un
cansado vals.
LENGUAS MUERTAS
POCO a poco, ¡quién lo iba a decir!,
se me fue borrando su nombre.
Al principio se me escapaba,
como el grito de una amputación en
carne viva,
en mitad de una frase, en medio de un
sueño,
de un silencio, de una agonía.
Ahora digo su nombre y me suena muy
lejano,
concebido por otro pensamiento,
escrito en otro idioma,
en alguna lengua muerta
que se descompone como la arenisca.
No puedo evitar sentirme, ¡qué
tontería!,
como si hubiera traicionado algo,
unos votos que con el tiempo
fueron perdiendo su solemnidad,
no sé, como si hubiera abandonado mi
cruz
en un recodo del camino.
Ahora el dolor ya es más corto,
y el silencio tan largo como el
olvido.
CUENCA
Es una ciudad perdida y olvidada
tras los montes oscuros.
Donde la luna es un témpano
sobre los negros tejados,
donde las farolas tiemblan
como fanales de barcos a la deriva.
Nadie por las calles.
Muertas estrellas en el cielo.
Desde la sierra baja un viento frío
que hiela los huesos,
un viento helado
como las noches de los muertos,
un viento lúgubre
como mi vida sin ti.
LA PUTA DE ANTÓN MARTÍN
Recuerdo aquella puta de la calle
Antón Martín.
¿Dónde descansarán ahora sus huesos?
Llevaba un parche en sus decrépitas
nalgas
para dejar el vicio de fumar,
y recibía a los clientes como si
fueran ropa arrugada
que había que planchar dignamente.
Vivía en un apartamento tan triste y
lóbrego como ella.
Por lo menos no andaba por esas
calles
como hojarasca que arrastra el
viento.
A su marido lo atropelló un coche
cuando iba a comprar hielo a una
gasolinera.
Ella entonces era joven y hermosa,
con un busto alto y unos labios
carnosos.
Después la vida la atropelló tantas
veces,
que las urracas acudían a su ventana
atraídas por el olor de la carroña.
LAS NOCHES DE SÍSIFO
Es el amor como querer tocar la luna,
como correr detrás del sol,
como buscar el final de un círculo.
Acabas tan cansado que parece que la
tierra se traga tus pies,
tan solo que en tu cabeza reverbera el
eco de tus pensamientos,
tan ensimismado como un ciprés
nocturno
tras las tapias de un cementerio.
Y vuelves a intentarlo cada vez que
su plenitud roza tu vacío.
Te conviertes en su sombra
y te va dejando atrás como la luz al
sonido,
como el tiempo a la memoria,
como a los muertos los vivos.
Es viento entre las ramas que
enmudece a tu paso,
agua que se evapora cuando te acercas
sediento,
paloma que levanta el vuelo cuando
extiendes la mano,
fuego que devora tus exvotos
sentimientos.
Y así un día y otra noche, un año y
otro año.
Una piedra cada vez más grande
al pie de una montaña cada vez más
alta.
ESOS OLORES QUE SE PEGAN A LA PIEL
Cuando Carolina recibe a sus clientes
en el desconchado rellano de la escalera, parece una azafata de una feria de
muestras. Alta, sonriente, medias negras y un busto erguido bajo la blusa
escotada de su uniforme azul.
Después, ya en la habitación, cuando
se desnuda y se quita esos tacones de veinte centímetros, resulta que la cosa
no es para tanto. Hasta los pechos se le caen un poco, derretidos por el diario
amasamiento lascivo-mercantil.
Carolina es de Alaska. El destino la
trajo a la calle Bolívar en el barrio de Legazpi del viejo Madrid, igual que un
meteorito intergaláctico acaba semienterrado en el desierto del Gobi.
A pesar de proceder de Alaska,
Carolina tiene un rostro de voluptuosidad tropical. Una boca grande y unos ojos
que refulgen como las hojas de las acacias cuando el sol las ilumina en una
mañana de rocío.
Carolina estuvo casada con un futbolista
catalán. Era defensa central del Gerona, y cuando su equipo ascendió a segunda
división, se lo creyó tanto el nota que se sintió impune y le puso los cuernos
a su mujer con la mejor amiga de ésta. Carolina se enteró, y le dijo
pausadamente al futbolista, mientras hacía las maletas con inquebrantable
determinación.
-
Cuando
un perro se come una mierda, las demás ya sólo las huele, tú, Josep, te has
comido dos mierdas, podías haberte ido de putas y haber seguido siéndome fiel,
pero no, tenías que ponerme los cuernos y encima con mi mejor amiga, así que
ahí te quedas con tus cocacolas y tu parchís, en adelante quiero estar sola,
pero qué tonto eres Josep, pronto te darás cuenta de la mujer de bandera que
acabas de perder-
Carolina tiene veintisiete años, y una
hija de nueve que se llama Sara y que está interna en un colegio evangelista.
Sólo Dios sabe lo que saldrá de allí.
Cuando Carolina llega a su casa
después de una dura jornada en el platanar, se ducha y se pone a ver la tele
comiendo kikos. Desde su último cumpleaños, que fue en septiembre, no ha salido
de fiesta. No fuma, no bebe, no se droga, como hace la mayoría de sus
compañeras, es de una pureza martirológica y de una autodisciplina monacal. Lo
único que hace es joder y comer, joder y dormir, dormir y joder, y de vez en
cuando se da algún caprichito en las tiendas de Preciados. Le encanta la
soledad.
En esto la metió una amiga cuando las
cosas se le pusieron mal económicamente después de la separación. Eso son
amigos y lo demás son tonterías.
Le cuenta estas cosas al cliente
mientras le lava los atributos en el bidé. La luz del sol de febrero se derrama
por la ventana entreabierta, meciendo amorosamente los roñosos visillos.
El cliente se llama Paco el de la
Ford. Se tiró diez años preso por apuñalar a un indio. Cuando salió de la trena
el mundo le parecía un planeta extraño. No reconocía nada. Por ejemplo le
sorprendió mucho que ya no hubiera cabinas de teléfonos. Quiso recuperar su
pasado, pero de su pasado sólo quedaba un solar vacío, calcinado y lleno de
excrementos. No tenía presente, y su futuro era esa puerta tenebrosa de la
vejez que empezaba a abrirse con un lúgubre quejido.
Regresó a la calle Bolívar en busca
de su vieja amiga Ester.
La calle Bolívar estaba ahora llena
de bares ecuatorianos, de música salsera, basura y cascotes por las aceras,
ropa tendida en los patios interiores, y mulatos y mulatas bailando al sol en
las ventanas. "Caldo de sal. Chicha" Anunciaban las pizarras de los lóbregos
restaurantes.
Paco subió las oscuras escaleras y llamó
a una puerta carcomida que parecía hecha de cartón mojado, con un mugriento
cartel donde ponía: Medea. Olía a una miscelánea de sexo, sudor, crimen, orines
y comida muy condimentada.
Le abrió una negra teñida de rubio
platino.
-
¿Ester?,
no, mi amor, aquí no hay ninguna Ester, ¿es blanca o es morena?, ¿blanca?, yo
antes también era blanca y me volví morena, a lo mejor se ha vuelto morena como
yo, ¿tenía las tetas muy grandes?, ven, mi amor, entra y te presento a las
chicas-
Paco el de la Ford es tartamudo y
tiene tics en los ojos. No para de parpadear como un mochuelo y poner muecas
grotescas como un babuino, mientras Carolina lo lava con sus mimosas manos
pequeñas y morenas. Paco cree que le está dando un mareo, como cuando estuvo
con aquella puta de las tetas gigantes, pero en realidad es el bidé que está
suelto y bascula para arriba y para abajo como si fuera una barca del Retiro o
más bien un toro mecánico. Para no caerse, Paco se agarra con fuerza a los
redondeados hombros de la muchacha.
-
Al
principio se me hizo muy duro,- sigue Carolina contándole su azarosa vida,
mientras Paco el de la Ford trata de mantener el equilibrio como un ridículo caowoy
en un rodeo de cucarachas- me daba vergüenza desnudarme delante de un
desconocido, y luego están esos olores que se te incrustan en la piel y no hay
forma de arrancártelos, sobre todo los negros, que huelen siempre a cebolla,
cuidado, mi amor, no se vaya a volcar el bidé-
En la habitación contigua, una china
con un quimono naranja está esperando pacientemente a que el cliente se quite
toda la ropa. Es un viejecillo trémulo con seis o siete capas de ropa encima.
Se le va a pasar el tiempo y no habrá acabado de desnudarse. Piensa la china
con esa expresión hierática y neutra de figura de porcelana.
En la salita se oye cantar a una puta
vieja: "Como soy una estanquera tengo el vicio de fumar..."
-
Tengo
que operarme del codo- continúa Carolina con su monólogo lavandero- soy motera
¿sabes?, un domingo me tiró de la moto un borracho y ahora tenemos que ir a juicio,
me quité la escayola a los tres días y al médico casi le da un ataque, pero es
que en este sitio no se puede trabajar escayolada, es lo que tiene ser autónoma,
que no puedes permitirte el lujo de ponerte enferma, oye, mi amor, ¿quieres que
me tumbe o que me ponga a cuatro patas?-
En la pared, pintada de un rojo
sangre seca y llena de manchas sospechosas, hay pegado un papel escrito a boli
que dice: "Proivido tirar la zenisa en el vide"
Carolina se lame sus gruesos y
repintados labios.
-
Tomé
biberón hasta los nueve años, por eso mamo tan bien, bueno, por lo menos eso
dicen de mí- Presume con un mohín de orgullo en su prez suave.
Carolina se sujeta sobre el pelo sus
falsas rayban, y cruzándose de piernas sentada en el borde de la cama, se rasca
el codo derecho y se dispone a hacer lo que mejor sabe: sobrevivir.
De repente se va la luz y se oyen
voces de negra al fondo de la casa.
-
Gracias,
cariño, feliz día de los enamorados- Despide Carolina a su cliente en la
puerta, retomando su papel de azafata de feria de muestras teratológicas.
EL MUNDO DE GABY
Son criaturas del infierno que se
asoman por la mirilla
emitiendo chillidos de rata.
Algunas, antes de ser brujas,
fueron princesas aunque cueste
creerlo,
otras, como Gaby, sueñan todavía con
serlo.
Pululan como cucarachas por los
rincones de la lujuria,
entre sábanas mugrientas,
gélidos calores y paredes sin
ventanas.
Es tan poderosa la miseria que
levanta estas catedrales
de cópulas mercenarias.
Mientras la gente pasa por la acera
del trabajo al amor, del amor al
dolor
y del dolor a la nada.
EL FANTASMA
Como era Noche de Difuntos..., perdón,
Noche de Halloween para que se nos entienda, se había disfrazado de fantasma.
Con su larga capa negra, y el rostro como rebozado en harina bajo un negro
antifaz, parecía una mezcla de batman y danzante maragato.
Había salido a la puerta del bar a
echar un cigarro. Hacía mucho frío y la calle estaba desierta. Parecía uno de
esos pueblos abandonados cuya carretera de acceso se va llenando de abrojos día
tras día. De vez en cuando sonaban petardos. Siempre que hay fiestas, aunque
sean acontecimientos macabros, suenan petardos, no sé por qué, la gente es que
es así. Los perros se asustaban. También la luna, que iluminaba las lápidas del
cementerio próximo, tenía cara de susto.
El fantasma se puso a fumar con
fruición. En realidad estaba esperando a la camarera. La camarera estaba
sirviendo la cena a un padre con sus dos hijos. Comían arroz con bogavante.
Eran chatarreros, osea ricos. Los tres calvos, achaparrados y mugrientos. El
padre se sentía gordo de satisfacción entre sus dos hijos. Peligroso
sentimiento conociendo la gratuita crueldad del destino. Al padre se le cayó un
mejillón y recogiéndolo del suelo fue a echárselo a la boca.
-
¡Pero
qué haces- le riñó con voz áspera uno de los hijos, arrebatándole el
mejillón- estás tonto o qué!-
El padre sonrió bobaliconamente. La
camarera miraba nerviosa hacia la puerta donde el fantasma estaba fumando.
Pascual Cantero Palomeque, alias
Pirracas, era el terror de las camareras de Illescas, incluidas las de las
luces rojas del polígono, el Leo y Helem, ninguna se le resistía, sobre todo
las viejas que querían seguir pareciendo jóvenes, cuando la carne empieza a
marchitarse, cuando los muslos se encojen y el culo y las tetas se caen con una
flacidez pesada y triste. Una joven que ha sido hermosa quiere resultar hermosa
siempre. No acepta que la belleza sea sólo un fantasma de juventud. Quien lo ha
tenido todo no se resigna a no tener ya nada. Así que lucha como una gata
herida contra ese depredador silencioso y despiadado que es el tiempo. Necesita
seguir sintiéndose deseada, venerada, temida.
Pascual Cantero Palomeque, alias
Pirracas, conocía la naturaleza femenina. Era un mujeriego incorregible. Esa
sensación de vida que da el amor de una mujer, no la da ninguna otra cosa en el
mundo, ni siquiera el fútbol. Parece que los sentidos adquieren una nueva
dimensión, y contemplar cómo una gota de rocío se desliza por el suave pétalo
de una flor, es un instante que contiene la eternidad, que justifica toda una
injustificable vida.
Pirracas había vivido muchos momentos
así, pero se estaba haciendo viejo, y a sus cincuenta y ocho años empezaba a
resquebrajarse como la hoja amarillenta de un incunable, le asaltaba el
cansancio, las dudas, el escepticismo, e incluso la culpa. Aunque en el fondo
nadie es culpable, cada uno es elegido por un destino inexorable, como fichas
de dominó en absurdas y equivocadas secuencias.
Una noche, cuando iba o venía del
bar, no recuerdo ese detalle, se encontró a su hija por la calle, y ésta,
mirándolo de arriba abajo después de tantos años, lo llamó cobarde. Él no
reaccionó. Veía en su hija un halo medroso y desesperado, como si la
persiguiera una jauría de perros. Seguía siendo aquella niña sensible y
vulnerable que volvía llorando a casa porque la acosaban en el colegio. Una vez,
en los skouts, estaba esperando su turno frente a la puerta del baño, cuando
una pandilla de asquerosas imbéciles se le colaron riendo como hienas.
-
Tú
te esperas- La empujó una de ellas, que era bizca, patizamba y con los dientes prominentes
y deformes.
La camarera salió por fin a la puerta
del bar. Pirracas dio una honda calada al cigarrillo y tosió y carraspeó un
poco.
-
Hola
Ainoa, guapísima- La saludó con su voz dura y a la vez tierna, voz de doblador
de galanes americanos.
La camarera, cuya cara parecía un
globo medio desinflado, rio tontamente con su boca marchita.
A la camarera se le había matado con
el coche una hija de veintidós años que estaba embarazada. De esto hacía ya
casi trece años. Entonces la camarera estaba trabajando en el almacén de una
editorial de libros. Cuando se lo dijeron, se quedó paralizada como una liebre,
y acto seguido continuó apilando cajas, con una nube de locura en los ojos, una
nube de locura que ya la acompañó siempre por el precipicio de su existencia. La
separación, el alcoholismo, la indiferencia al dolor, las relaciones trágicas, un
suicidio en pacientes dosis diarias.
Con Pirracas era distinto, junto a él
volvía a sentir algo que parecía ya muerto desde hacía casi trece años.
El fantasma le ofreció un cigarrillo.
La camarera miró al fantasma con los ojos chisporroteando como pedernales. Se
puso el cigarrillo en los labios, y Pascual Cantero Palomeque, alias Pirracas,
el rondador de bares, el reparador de máquinas cortacésped, el consolador de
viudas, malcasadas y princesas destronadas, se lo encendió mirándola fijamente
a los ojos, con su antifaz de fantasma y esa mueca dura e irresistible de galán
en plano medio americano.
RAQUEL
Es una mujer muy grande
en una habitación muy pequeña.
Posa de diva altiva
en el cuadro de las tres gracias,
con su duro mentón, su nariz
respingona,
el cabello sobre la cara y sus ojos
guaraníes.
Su sangre india se enciende
en el fragor de la orgía,
a medida que el sol de la mañana
vivifica su carne y su juventud.
La diva sonríe con su belleza
enrojecida,
mientras las ratas de la sordidez se
ocultan
tras las angostas paredes
que rezuman sexo y olvido.