¡ME CAGO EN MI PUTA VIDA!
-¡Anda papito por qué no te vas ya a tu casa!- Dijo la negra Yoka, mientras metía cervezas en la cámara frigorífica detrás de la barra.
-¡Tú pon otra copa que pa eso estás y yo me iré cuando me salga de los cojones, me cago en mi puta vida¡- Gruñó Jose el gordo, apalancado en su taburete con el ceño fruncido, apurando su vaso de whisky. Tragos amargos, tóxicos, como si tragara sangre, matarratas, cristales molidos, naftalina líquida, tragos brumosos de oscuridad y fracaso.
La negra Yoka tenía un culo enorme que parecía crecer todavía más cada vez que se agachaba para colocar las cervezas dentro de la cámara.
Una atmósfera triste y cansada anegaba el local. Hasta la música parecía cansada, sonaba a cascajo, sin alma, sin fe, como la melodía que silva un mozo de tanatorio mientras lava un cadáver.
En la otra punta de la barra, una puta deshilachada a la que llamaban Cristal pero que en realidad se llamaba Paquita Corrales, dormitaba con un cigarrillo consumido entre los dedos temblorosos. Las arrugas de los ojos eran nubes negras copando el cielo de su destino. El tiempo la había ido desgastando como desgasta el sol la pintura de las hornacinas en las lápidas de los cementerios. Pertenecía a otro tiempo. Ya nadie la deseaba, algún viejo cliente seguía subiendo con ella por costumbre y un poco por compasión. Sentía que su existencia se estaba derrumbando como una casa vieja y abandonada. "¿Por qué las casas se mueren cuando nadie las habita?" Pensó tamborileando desganadamente en la formica de la barra.
Jose le gordo jugó con el vaso vacío, sucio por las huellas de sus dedos torpes que sólo sabían apretar muy fuerte y destruir las cosas.
- Lo que más me jode- dijo la negra Yoka con sus grandes labios pintarrajeados y ahítos de obscenidades- es ese aire de marqués ofendido que tiene el bollullo este, ¿por qué no te vas a tu casa de una puta vez, so huevón?-
- Y a mí lo que más me jode son alpargatas cuando llueve, por qué no te vas tú al arroyo a que te de por culo un lagarto, que es pa lo único que vales, bueno, pa eso y pa tragártelas doblás con esos labios de mamona que tienes, me cago en la puta urnia,-
¡Irse a su casa! ¿Qué casa? La habitación de la pensión que olía a pedos y a salitre. Las revistas pornográficas debajo del mugriento colchón. El turbio espejo del lavabo que sólo proyectaba imágenes dantescas, sombras de culpa y añoranza. Antes, hacía mucho tiempo, mil o dos mil años tal vez, sí había tenido una casa, una familia, una especie de misión en la vida. Pero todo lo había perdido como se pierde el alma en una partida de cartas contra el diablo. Demasiados errores, demasiados faroles, demasiada mala suerte en cada mano. Al final lo había perdido todo, la familia, los hijos, el trabajo en el metro, el piso en Parla, todo, para, a cambio, no encontrar nada de nada. A veces, cuando pensaba en ello, tenía la sensación de que había sucedido en otra vida remota. Le quedaban retazos de recuerdos, es cierto, pero nada más, gritos en las escaleras comunitarias, calles desiertas al anochecer, y una niña pequeña mascando chicle y tiritando de frío al salir de una piscina. Su infancia, por el contrario, la recordaba con mayor clarividencia. Ya de niño era conflictivo, cierto día su abuela lo ató con cadenas a un banco en la carpintería que regentaba desde que enviudó, porque el angelito le había abierto la cabeza con un martillo a un amigo suyo. Avanzada la mañana llegó a la carpintería una mujer muy guapa, una morenaza de piernas esculturales, y al notar debajo del banco algo que se movía, se agachó con curiosidad para ver qué era : "¡Pero sí es un niño,- exclamó con voz compasiva- pobre criatura!" La pobre criatura, con el pelo revuelto cubierto de virutas, los pies descalzos y los ojos llorosos y desorbitados, se revolvió de repente como un perro rabioso y agitando las cadenas se puso a escupir y a insultar a la intrusa intentando morderle. "¡Puta guarra puta asquerosa grmmm grrrrmmmm grrrrrrrrmmmm!" La mujer casi se muere del susto.
Pero bueno, así era el devenir de la vida. Ahora estaba allí, en su taburete, con su wiski en la mano, con su mala leche habitual, con su pie escayolado porque se lo había aplastado un coche la noche del lunes cuando salía borracho del puticlub. El puticlub Kismi era para él lo más parecido a una casa., a un hogar no, eso ya sería pedir demasiado. Sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón y puso un billete de cincuenta euros procedente del paro encima de la barra. La negra Yoka se ablandó un poco cuando vio el dinero, hasta se volvió casi humana, diríase. Se abalanzó sobre el billete como un perro hambriento sobre una ristra de chorizos cantimpalo y con rapidez de prestidigitador lo cogió y lo guardó en la caja registradora. Acto seguido alcanzó la botella de Dick, desenroscó el tapón, y el whisky garrafón, emitiendo destellos dorados y un rumor argentino, saltó alegremente sobre los cubitos de hielo, como aquella niña que se zambullía en la piscina una y otra vez.
- ¿Tienes un cigarro, cariño?- Pareció resucitar de repente la puta de la esquina de la barra.
- No, pero si quieres un puro aquí tengo uno como el badajo de la campana de Huesca, como te lo ponga en el hombro vas a parecer el repartidor de butano - Socarroneó Jose el gordo, aplastándose el flequillo con saliva mientras contaba el cambio.
- A mí lo que me apetece ahora es un bocadillo de tortilla con pimientos,- dijo la negra Yoka, nivelando sus grandes tetas entre el ceñido escote- di la verdá papito, a ti lo que te pasa es que estás cabreao porque hoy no ha venido Merche, a que sí, venga, papito, pelillos a la mar-
Eran las cuatro de la madrugada. Por las calles del polígono, bajo un cielo estrellado, patrullaba con un faro roto el coche de los vigilantes, y un perro sarnoso deambulaba cabizbajo sin tener tampoco ninguna casa a la que volver.
- ¡Me cago en mi puta vida!-