UNA MAÑANA DE DOMINGO
La puta cruzó el paso de cebra en dirección a la rotonda del polígono industrial. Sus gordas tetas y gordas nalgas doradas refulgían bajo el sol, retando a la muerte. ¿A dónde vas, puta con azogue, puta desarraigada, tierna flor libada sobre el fango? El viejo la miraba sin bajarse de su furgoneta, con un nudo de dulce angustia en el estómago. Un pato se deslizó sobre el agua de una charca, manchándose el plumaje con el barro de la lluvia.
Domingo por la mañana. Soledad sin tregua. Remolinos de papel contra las herrumbrosas alambradas y un ramo de flores secas sobre una cruz, entre abrojos, en la cuneta.
La puta deambuló entre los cerros de escombros, un somier vencido, un televisor roto, una muñeca amputada, un devenir sin sentido..., mientras un lúgubre chatarrero hacía aullar a los perros, y el viejo contaba solemne las monedas de su bolsillo.
LA ÚLTIMA CENA
Los dos sabíamos que era la última cena.
Bebí un largo trago de vino para dar calor a mi sangre
que se estaba helando en mis venas.
Un desierto de distancia se iba extendiendo en silencio
sobre el mantel de la mesa.
¿Qué sería de nosotros en adelante?
El camarero trajo la cuenta.
Me esperaba el huerto de los olivos
hasta que la soledad me prendiera.
La miré mientras se alejaba,
un gallo cantó a lo lejos,
ella no volvió la cabeza.
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