LA TORCA
Querida Felicia: te escribo la presente porque hace más de un año que no sé nada de ti. La última vez que hablamos fue aquel día en la puerta de la iglesia, cuando salías de misa con tu amiga la enana, y me dijiste que te diera tiempo para pensarlo. Desde entonces no he tenido noticias tuyas. Creo que a ninguno de los dos nos sobra el tiempo, y ya debes de haber tomado una decisión. A lo mejor tu respuesta es no y por eso no te atreves a decírmelo, aunque sabes de sobra que lo que tú decidas siempre me parecerá bien.
Nos conocemos desde que íbamos a la escuela, pero el destino no quiso que fueras para mí. Por eso, mientras vivió tu marido, por respeto a él y a mi mujer, que en paz descansen, nunca te hice la menor insinuación. Pero ahora yo estoy viudo y tú estás viuda desde hace casi siete años, y es duro vivir sólo con los recuerdos y la soledad. Con nuestras pensiones y con el alquiler de la barbería podríamos tirar juntos para adelante. Quizás tengas miedo de lo que digan tus hijos, te confieso que yo también tengo miedo de los míos. Son crueles y extraños, ahora están pensando en llevarme a una residencia, dicen que se me empieza a ir la cabeza y que tengo que tener cuidados permanentes porque si me da otro infarto me iré derecho a la tumba. Hablan como si ellos nunca fueran a hacerse viejos, como si la torca de la muerte no los fuera a arrastrar a ellos también.
Sólo quiero saber si estás bien. Tu teléfono móvil está siempre apagado y tu casa está siempre cerrada y con las luces apagadas. Vi a tu hijo, el guardia civil que vive en Barcelona, en la procesión de la Virgen, pero iba con su mujer y los niños y no me atreví a preguntarle por ti.
Se dice en el pueblo que te dio un ictus y tus hijos te abandonaron, que te has muerto y estás enterrada en Madrid en un nicho de la beneficencia. Pero me dijo la tía Dolores, la de Timote el músico, que no, que eso son bulos de tu vecina la Teodora, la del estanco, la que su marido se ahorcó, como cuando dijo que Pacho el pocero había matado al cura de un tiro mientras cazaban en los Hinojosos, o como cuando dijo que Sidonio el joyero había perdido a su mujer Rosa Eva en una partida de julepe contra Castrola el gitano. Me dijo que estás bien, que te tuvieron que operar de la cadera pero que ahora estás muy bien, viviendo con tu hijo el mayor, el que se vino de Francia. Como no sé sus señas no te puedo mandar la carta allí, así que la meteré por debajo de tu puerta, como hace Rosa la cartera, y esperaré a que cuando vuelvas al pueblo, si es que vuelves algún día, la leas y respondas por fin a mi honesta proposición.
Todavía recuerdo cuando de moza bailabas en la verbena con tus amigas, mientras yo trabajaba en la churrería de Caraba, tan guapa, tan lustrosa, con tu pelo largo y tus ojos grandes, siempre alegre, siempre riendo radiante.
Estoy preocupado, no puedo dormir por las noches sin saber si estás viva o muerta.
Mis hijos quieren vender mi casa y meterme en la residencia de las monjas de Alcázar. Los viejos somos un estorbo, y estamos indefensos ante la tiranía de los hijos.
Espero no haber sido ofensivo ni haberte agobiado con mi atrevimiento, (lo digo sobre todo por lo que puedan pensar tus hijos), pero es que no sé nada de ti desde hace más de un año y me preocupo.
Este verano van a organizar una excursión a Guadalupe y me gustaría ir contigo. Solo no pienso ir, se me hinchan las piernas cuando ando un poco y para ir solo y pasarlo mal, me quedo en mi casa.
Si recibes y lees la presente, por favor, contéstame pronto, o llámame a mi teléfono móvil, que siempre llevo en el bolsillo esperando a que tú me llames. Mi Tere quiere cambiármelo por otro que tenga los números más grandes, porque ya casi no veo nada, (y además me he quedado sin dientes), pero yo no quiero, porque este es el teléfono desde el que hablaba contigo y no sé porqué me parece que hay algo de ti en él. Si te soy sincero, no tengo otra cosa en la vida. Pasan los días entre la soledad y los dolores de huesos, esperando sólo el momento de oír de nuevo tu voz. Ya ni siquiera voy a la Sociedad a echar la partida los domingos por la tarde.
No sé lo que pensarás tú, pero yo creo que para el amor nunca es demasiado tarde, y que para morirse siempre es demasiado pronto.
Sin otro particular, se despide afectuosamente de ti tu humilde servidor.
Éste que lo es: Odón López Recuero.
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TE dejo, me dijo golpeándome con las palabras en la sien.
Quedé medio muerto tirado en el suelo,
mientras la gente saltaba sobre mi cuerpo moribundo
y ella se alejaba por la acera con todos los secretos
que yo había depositado en su carne joven.
Así, sin más, se acaba la vida.
Como la hoz que en mano implacable cercena la espiga.
Todo lo que fue cálido se convierte en hielo,
todo lo que fue íntimo se vuelve en adelante ajeno.
Ya no pude levantarme más.
¡Cómo me dolían la rabia y el miedo!
Hay muertes que duran toda la vida
y heridas que empeoran con el tiempo.
El camión se llevaba la basura
y en los descampados fornicaban los perros.
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