páginas negras

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BARRO EN LAS SUELAS

 

 

PÁGINAS NEGRAS

Miraba por la ventanilla cómo las gotas de lluvia se deslizaban por el cristal lentamente, concentradas, hasta que de repente aceleraban la caída, como si se suicidaran, dejando una estela sinuosa, absurda, demente, para acabar muriendo en la goma del cerco, sobre la huella húmeda de otras gotas muertas, gotas que reventaban por su propio peso y ya rotas y dispersas, se las llevaba el viento.

Las farolas de la carretera, con su lúgubre resplandor, se iban sucediendo como espectros fugaces, como fuegos fatuos que acentuaban a su alrededor la oscuridad de la noche.

En el autobús olía a mierda, a mugre, a pobreza, a sudor  rancio, a madrugones angustiosos, a hacinamiento vespertino, a tristeza y desesperanza.  Aunque a la entrada de Vallecas pueblo, las irisadas luces de la navidad parecían alegrar un poco la gris rutina existencial.

Estaba cansada. Si bien podía decirse que  había sido un día tranquilo, casi alegre, me atrevería a decir. Las doce horas en la fábrica de pasteles habían transcurrido de forma analgésica, bajo la pálida luz de las bombillas que se alineaban en el techo de uralita a lo largo de la nave. No le habían dado esos ataques de ansiedad como otras veces, ni había llorado sobre la blanca levadura cuando transportaba por el angosto y sombrío pasillo las bandejas de hojalata. Y hasta se había comido a media mañana un pastelito de crema recién sacado del horno.

Al llegar a una rotonda muy iluminada vio su rostro reflejado en el cristal. Aunque todavía era joven y hermosa, tenía los ojos marchitos, apagados como una farola apedreada. ¿Cuánto tiempo hacía que no reía?  De vez en cuando se reía en el trabajo, es cierto, con algún chiste verde o alguna ingeniosa ocurrencia que hacía la Feli, su oronda compañera de la derecha, pero era una risa refleja, maquinal, de dientes para afuera, porque lo que se dice reír, reír de verdad, con esa risa espontanea que limpia como una aire fresco todas las preocupaciones e ilumina el alma y el rostro, de eso hacía ya mucho tiempo.

Observó que el conductor del autobús tenía una oreja más grande que otra, una oreja que se movía con los baches como la de un perro pachón.

Llegar cansada, hacer la cena, ayudar a los niños con los deberes, acostarlos, y por fin, con los pies doloridos y la cabeza ardiendo, encerrarse en su habitación para llorar desahogadamente como quien ha retenido demasiado tiempo la vejiga llena.  Llorar porque se sentía sola y desamparada, porque el banco le iba a quitar la casa, porque su exmarido seguía amenazándola con un odio extremo que ella no comprendía.

-          Mira,- le había propuesto ella con voz trémula y desesperada, en la última reunión de mediación familiar que tuvieron con la asistente social- tú pagas lo que se debe del piso, te vuelves a hacer cargo de tus hijos y yo olvido todo lo que me has hecho para que volvamos a ser una familia-

Él la miró en silencio como si no la reconociera. Buscando algo en sus ojos. Buscando ese amor profundo que ya no podía existir después de tantas páginas negras. Ella estaba dispuesta a inmolarse, pero por más que escarbaba como un perro sediento en los recuerdos, intentando desesperadamente desenterrar aquellos primeros años en los que la esperanza vencía siempre a las penurias, no lo conseguía, como un orgasmo que se necesita y se finge amargamente, porque ya la carne está seca de desamor y descreimiento.

Lloraba sobre todo por los niños. Porque el mayor, Eugeniete,  ya se daba cuenta de todo y por eso, taciturno y ausente, se refugiaba en el fútbol, soñando obsesivamente con llegar a ser el defensa central de un equipo de primera división. Aunque se veía ya por su constitución física que sería muy bajito para central, él en sus sueños libertarios despejaba de cabeza todos los balones. Y la pequeña, Elvirita, tan poquita cosa, tan inteligente, tan vulnerable.

El autobús se detuvo en la parada de la plaza del mercado con un largo resoplido de los frenos. Los pasajeros fueron bajando en silencio, cansina y perezosamente.  Ya en la calle se pusieron a correr apremiados por la lluvia que caía con fuerza, cubriendo sus cabezas con aquello que tenían a mano, chaquetas, carpetas, periódicos, los menos previsores que  por la mañana no se habían llevado el paraguas.   

Ella abrió el paraguas negro que le habían regalado en la Madre Coraje,  y bordeando el autobús cruzó la calle Monte Igueldo cuando el semáforo se puso en verde.

Entonces, al doblar la esquina del grafiteado callejón que llevaba a su casa, ("Antes eras una puta y ahora eres una puta mierda" "Viva yo y tú" "Te quiero Merche" eran algunas de las frases más o menos legibles, entre la demencial miscelánea de colores y trazos anárquicos que inundaban las paredes), lo vio de repente como a un fantasma escapado de una abrumadora pesadilla. Allí estaba, plantado bajo la lluvia como un resucitado, con los brazos caídos a lo largo de los costados, y aquella mirada de loco, violenta, enfebrecida, que tanto miedo le daba.   

Instintivamente echó a correr dejando caer el paraguas al suelo, inclinando el cuerpo hacia adelante, las piernas trabadas por el terror, entumecidas por el veneno del miedo. Cerca del Hogar del Jubilado tropezó con el bordillo de la acera y cayó de bruces sobre el barro, sintiendo fuego en las rodillas, en los pechos y en las manos. Como no podía levantarse, herida y magullada se arrastró hasta la puerta de una farmacia. El farmacéutico y el conductor del autobús se acercaron corriendo a socorrerla.

Ella, aterrorizada como un animal acorralado, miró a la esquina donde lo había visto. Ya no estaba. Había desaparecido como una pesadilla al despertar, dejando el ácido tufo de terror de su presencia amenazante.

La lluvia formaba charcos sobre el suelo embarrado. Sintió barro en la boca, el barro en que se habían convertido las ilusiones de su vida.

 

 

 

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