las dionisias

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UNA SERPIENTE ENTRE LA HIERBA

El fraile leía a san Agustín en el retiro de su celda.

"Grande sois, Señor, y muy digno de toda alabanza"

El fraile había ingresado en la ermita icense de la Cabrera, en el corazón de la sierra del mismo nombre, tras una demencial vida mundana de desengaños y búsqueda sin respuesta.

Dos matrimonios fracasados, cuatro hijos que ya volaban solos y que hacía tiempo habían renegado de él, una nietecita preciosa a la que sin embargo sólo podía ver furtivamente por la ventana de la guardería, varias empresas quebradas, entre ellas una de comida a domicilio y otra de venta de coches de importación, una angina de pecho, una operación de corazón...

Tomó la decisión como san Pablo en el camino de Damasco. Una noche salía de un puticlub en la carretera de Ocaña, con la cabeza embotada como siempre por un estruendo de melones rodando por una cámara, cuando al subir a su coche fúnebre... (Se había comprado un coche fúnebre en el Segunda Mano por muy poco dinero. En coche fúnebre iba a los bautizos, a las bodas e incluso a los entierros. Lo aparcaba en su puerta, con la consiguiente alarma de los vecinos, y en los aparcamientos abarrotados de los clubs de carretera. Ni siquiera le había quitado la bendecida cruz del capó, no tenía miedo a que se la robaran. Era un doger de color verde oliva, potente, elegante y con un amplio maletero, que llamaba la atención de todo el mundo) Al subir, decíamos, a su coche fúnebre, justo cuando empezó a sonarle el móvil con el himno de la legión, miró a las estrellas y el mundo le pareció insignificante, y él un piojo sobre la insignificante piel del mundo.

"Es hora de dejar esta paupérrima existencia" le dijo la voz interior de la Revelación que acababa de tener.

El vicario general de la diócesis de Getafe, que era un amigo suyo de su misma aldea con el que se había ido de putas algunas veces, le echó una mano en los complejos trámites de ingreso. Tuvo que esperar un tiempo, a que un fraile nonagenario y ciego que ya solo estorbaba como un ficus seco, acabara de morirse con un poco de ayuda.

Entró en clausura a principios de otoño, con los acostumbrados votos de castidad y pobreza, y tras superar todas las pruebas, ahora despuntaba ya la primavera. En primavera todos los pájaros vuelan. Y también en verano.

"Y vi claramente que son buenas las cosas que se corrompen"

El fraile miró por la ventana. El jardín estaba brotando como los pechos de una pubescente, bajo un sol suave y espléndido que insuflaba en las venas ganas de vivir. Una brisa viva, inquieta, sacudía los árboles con una fragancia dionisiaca. Toda la naturaleza parecía cobrar vida, y hasta las piedras en lo alto de las montañas, latían como corazones apasionados.

"Hay pues dos voluntades, ninguna de las cuales es completa"

 Entonces la vio entre un grupo de turistas que visitaban el monasterio. Una belleza blanca y doliente de virgen. Una gordura carnal y adolescente que restallaba en la imaginación como la herida de un látigo sobre los orondos glúteos de una yegua joven.

Se santiguó. Se dio cuenta de repente de que hacía ya casi nueve meses que no copulaba con una mujer. ¡Nueve meses! Se dice pronto. Demasiado tiempo para un lascivo lujurioso como él. Si dejar el tabaco había sido duro, imagínese dejar la carne.

"¡Maldito seas, torrente de los vicios mundanos!"

Apartó la vista de la ventana como si huyera del fuego del infierno, y subiéndose con el dedo índice las gafas de ver de cerca, continuó leyendo en su devoto libro, intentando inútil y desesperadamente recuperar la paz de espíritu.

"No Sois susceptible ni de mancilla, ni de cambio, ni de alteración"

Las manos le temblaban, le temblaba también un ojo y el bigotito marcial, le sudaba la calva y el corazón le latía desbocado. Una lucha ciega y sangrienta se libraba en su interior, una serpiente deslizándose con sigilo entre la hierba.

"Yo no quería despegarme todavía de los bienes terrenales"

Tras la ventana, la joven ninfa, con sus voluptuosas formas, se agachó a coger una florecilla del jardín. Y entonces, al quebrar el tallo, un denso y oloroso chorrito de savia blanca se derramó sobre sus pequeños dedos.

El fraile, con la voluntad vencida, volvió a mirar por encima de las gafas y vio la flor y la mano mancillada de la muchacha. La cabeza le empezó a dar vueltas y las lágrimas asomaron a sus ojos pecadores. Para no caerse, tuvo que agarrarse al respaldo de su silla de anea.

"¡Alejad de mí las concupiscencias del vientre!"

El padre prior, con sus gafas de culo de vaso, los pelos de las cejas enhiestos como palmas de pasión, una visera de fertilizantes chilenos cubriéndole la cabeza, una camisa de cuadros abotonada hasta el cuello, y las perneras del pantalón demasiado cortas, dejando ver las canillas con los calcetines negros y las blancas zapatillas de jubilado, señalaba a los visitantes una serie de ridículos y surrealistas bancos de hierro que había donado un famoso escultor de la localidad.  

"Porque todo lo que nace del amor es bueno"

Las primeras moscardas verduscas de la primavera se pegaron golosamente al cristal.

"Sólo Vos, Señor, poseéis el reposo permanente"

El fraile, con la cara desencajada, cerró las Confesiones sobre su pobre mesa de madera, y haciendo un último esfuerzo baldío de heroica resistencia, dio la espalda a la ventana y tomó de un anaquel repleto de viejos libros, que le evocaron pequeños ataúdes de sueños irrealizados, la Metafísica de Aristóteles.  

Tras la ventana, la sirena sonreía, lánguida, ahogadamente, como una mortal tentación.

 

 

 

 

 

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