¡COMA PADRE!
La puerta de la alcoba permanecía abierta. En la fresca penumbra se veían los pies de la difunta, tendida en la cama broncínea de matrimonio, las manos yertas cruzadas sobre el vientre, la quijada atada con un pañuelo blanco, una taza en la que ponía "cafés el chato" en el cuello por debajo del mentón, sujetándole la cabeza. Olía a saumerio y a cocido. A ambos lados de la cama los familiares lloraban y expresaban su dolor a gritos, un poco idos, como si fueran presa de la fiebre y del delirio. Sobre todo el viudo, que era el que parecía más afectado.
- ¡Dios mío, y qué hago yo ahora sin ella, por qué no me habrás llevado a mí también, o a una de éstas, Señor, pa qué quiero yo siete hijas, te doy una a cambio de mi mujer, o dos si una te parece poco!-
- ¡Y aquí todos encima de ella, soplándole, sacudiéndola, que parecíamos monos locos, a ver si respiraba!- lloraba la hija mayor, una moza vieja de temperamento sanguino, la boca de bruja, los ojos muy saltones como si la estuvieran estrangulando- ¡la madre más buena del mundo, la mejor esposa y madre, la más buena, la más santa, la más...ay mi madre, ay mi madre, ay mi madre mi madre mi madre! ¿qué hora es?-
El hermano de la difunta, un jorobado que andaba tan encorvado que podía barrer el suelo con la nariz, leía en voz alta el texto que había estado componiendo durante toda la noche para la corona fúnebre:
- Tu marido, hijas y hermano no te olvidan -
Una mosca cojonera revoloteaba sobre la faz cérea del cadáver, que no se inmutaba ante un problema tan nimio como es una mosca cojonera.
De la cocina llegaba el agradable olor del puchero.
- ¡A comer!- Gritó con voz un poco llorosa una de las hijas que era monja reparadora en el convento de Tembleque.
Los familiares, tristes y cabizbajos como reclutas en su primer día de mili, salieron en fila del velatorio y fueron ocupando sus sitios a la mesa en el comedor contiguo. Desde la cabecera de la mesa, ocupada por el padre, se veían los pies de la muerta, calzados con unos sencillos e inútiles zapatos grises de suelas impolutas.
Entre suspiros y moqueos las cucharas subieron del plato a la boca, bien llenas de gordos fideos y espeso caldo de jamón.
- ¡ Pero por qué no me has llevao a mí, Dios mío, la compañera de mi vida, un ángel de bondad, la mejor madre, la mejor mujer del mundo, la más buena, la más casta, limpia, trabajadora, fffchchhhh, que me tenía la casa como los chorros del oro...hip hip hip...!!-
- ¡Venga, padre, coma!- lo animaba la hija mayor, con heroica voluntad de vida, cogiéndole la mano. El padre apartó la mano para coger el pan.
La mosca cojonera se cansó de la muerta, ahí tan quieta y tan callada, y vino a unirse al grupo de comensales, sorbiendo con fruición las gotas derramadas en el mantel y las huellas de grasa en las comisuras de los labios dolientes
-¡Una mujer como no ha habido otra, Dios mío, ffflllchch, la mejor esposa del mundo, ffflllchch, la más santa, que era como una madre pa mí y pa sus hijas, a ver donde encuentro yo ahora otra igual, pero por qué, Dios mío, por qué...hip, hip, hiiiiiiiipppp...!-
- ¡Coma, padre, coma!-
Los platos fueron quedando vacíos. La hija monja, con lágrimas en los ojos, se levantó y fue en busca de la fuente de los garbanzos, la carne, el chorizo, la morcilla y el tocino. La mosca la siguió un poco, como si quisiera jugar, después cambió de idea y volvió a la mesa donde las lágrimas caían en los platos rebañados con pan.
-¡Venga, padre, venga!-
Fuera, tras la ventana, un esperanzador sol de primavera abría las flores de los almendros, que parecían pintados con acuarela al borde de los caminos.
- ¡Coma, padre, coma!-