CON UNA PIEDRA AL CUELLO
Quizás, cuando fuera arrastrado por la corriente, un ejército de ninfas jóvenes y hermosas emergería del fondo del río para salvarlo, tal vez existiera otra vida en las profundidades del agua, ¡quién sabe!, una vida suave y plácida como un útero, como el remanso de los poetas.
Permanecía en la orilla como un polluelo moribundo, en cuclillas, las manos trémulas, balanceando el tronco, debajo del puente donde vivía desde hacía más de un año, junto a unos arbustos donde tenía tendida la ropa: una toalla de esas de la mili, una camiseta agujereada, un par de calzoncillos desgastados, una manta áspera como las de las mulas.
Sentía frío y calor al mismo tiempo. La frente gris como el espejo del río donde se reflejaba el cielo del invierno manchego, los árboles desnudos y yertos, las ruinas del molino de agua. Sabía que, esta vez sí, se estaba muriendo. Había sido un invierno terrible que le había molido hasta los huesos. Bueno, alguna vez tenía que pasar, a todo el mundo le pasa. Pero morir en aquella soledad, en aquella miseria, jamás lo hubiera imaginado cuando tenía la inmobiliaria y vivía con lujo y frenesí muy desatinados.
Acababa de cumplir cincuenta años, antes, cuando manejaba dinero, celebraba siempre su cumpleaños yéndose de putas, había algo en el mundo de las putas que lo fascinaba a pesar de sus miserias, esa mezcla de lujuria y olvido, esa carne contundente y efímera, esa entrega pactada, esas caricias mentirosas llenas de calor humano. Cada puta era una sorpresa, a veces un milagro, a veces una decepción, pero todas exhalaban una fuerza vital que lo vivificaba como el sol vivifica a un pájaro mojado. Tal vez, si hubiese conocido los sórdidos entresijos de ese siniestro mundo, no hubiera pensado así. Pero más allá del bien y del mal, con su ignorancia culpable, él sólo buscaba un amor para toda la hora.
Ahora, sin embargo, todo había acabado. Se sentía como un ciclista que se rinde escalando una montaña. De un momento a otro perdería la conciencia y su cuerpo, produciendo un sórdido chapoteo, caería de bruces al río, que lo acogería en su mansa y gélida corriente, deslizándolo como a un nenúfar, poética, casi musicalmente, en pos del ancho mar. Puestos a juzgar, nadie tenía la culpa de nada, la vida era una partida de cartas y él había perdido el órdago final. Bueno, no todo estaba perdido, tenía una hija por esos mundos y cuando pensaba el ella, la verdad sea dicha, sentía una densa brisa de esperanza, como el aire de marzo cuando enciende los almendros en flor. ¡Qué extraño es eso de los hijos!, por ellos el corazón crece hasta doler, les podrá faltar de todo, pero nunca el amor benevolente de su progenitor.
Se sentía muy débil y enfermo. Tenía la sensación de cargar sobre sus espaldas un saco lleno de piedras, duras piedras de agudos picos, de secas pedradas en las sienes, una gran piedra al cuello que lo arrastraría al fondo de la nada.
De repente oyó voces encima del puente, pasos de dos personas, una de ellas coja. Escuchó una intrascendente conversación, la última de su perra vida:
- Yo llevo siempre un cuaderno y tres bolígrafos, uno azul pa apuntar las cosas normales, otro verde pa apuntar las cosas de la caza, y otro rojo pa apuntar las cosas de los médicos, esta mañana, a las siete, cuando me he levantao...-
- ¡Tú a las siete, venga ya, Pepe, tú no te has levantao a las siete en tu puta vida!-
Escupió. Más sangre. Por la noche le había dolido mucho una muela y se la tuvo que arrancar haciendo palanca con la navaja. Era una muela negra y podrida, la muela de un yonki moribundo. Le salió mucha sangre, se le infectó y le dio fiebre muy alta. Por la mañana parecía que la hemorragia había cesado, pero no, todavía tenía en la boca ese sabor a hierro oxidado de la sangre.
Sintió otro terrible escalofrío que le hizo estremecerse en un postrero estertor de agonía. Se le empezaba a nublar la vista, le daba vueltas todo. También su organismo estaba dejando de luchar. Sentía mucha sed.
Miró vagamente a su alrededor, (el río, los árboles, un pájaro picoteando tontamente un trozo de papel en el suelo, tal vez la sentencia firme de un juez, tal vez una carta de amor rota en mil pedazos), y sintió un vértigo cósmico de miedo y soledad, como un enamorado al que abandona su amada, su amada y odiada vida.
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