¡feliz cumpleaños!

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DISTANCIA, distancia, distancia.

Abismos de distancia, océanos de distancia,

desiertos de distancia, universos de distancia,

eternidades de distancia.

Te toco y se me hielan los dedos de distancia,

te miro y se interponen cordilleras de distancia,

te hablo y las palabras se mueren de soledad y distancia.

Distancia, distancia, distancia.

Hasta el fuego de tu cuerpo

es una estrella que me alumbra en la distancia.

 

 

 

 

 

 

 

¡FELIZ CUMPLEAÑOS!

 

Fermentaba una atmósfera densa, agria como un vómito, onírica, lenta y fatigosa como un duermevela.  El camarero, un muchacho alto con muchos dientes que se reía como un chimpancé, barría con serrín el suelo mientras la conversación de los últimos borrachos se iba extinguiendo como las ascuas de un brasero al amanecer. Zumbaba un moscardón golpeándose empecinadamente contra el cristal de una ventana encima de un radiador apagado.

Apuró su copa de anís El Mono. Se sentía anclado en la barra, como un cetáceo moribundo varado en la arena de una playa perdida. La noche había acabado sin que se hubiera producido ningún milagro, con esa sensación habitual de vacío de estómago, de pardos tejados, de tristeza de presidio.

-¡Ponnos otra copa, Trinitario, y danos una berenjenas de esas!- Dijo con voz de sueño, golpeando laxamente la formica de la barra.

- No, yo ya me voy a mi casa, ya está bien por hoy, Martín- Se negó con un gesto cansado su colega de andanzas.

En la mesa de billar se oía el entrechocar de las bolas de marfil, como unas castañuelas sin alegría, un sonido amusical que no significaba nada.

Cuando entraron los cazadores, la cafetera se puso a humear como la locomotora de un tren.  Olía a café, a aguardiente y a orines. Una mujeruca que se llamaba María Gullón y que parpadeaba con un solo ojo, como los búhos, se asomó por el ventanuco de la cocina y acto seguido desapareció raudamente como una lagartija.

Como quien se sumerge en agua helada, Martín Corona salió a la calle poco después de que su último compañero de juerga se hubiese marchado.

Algunos madrugadores bajaban por la calle mayor hacia la iglesia o hacia la churrería.

De un polvoriento antro parroquial surgieron de repente dos figuras fantasmagóricas con panfletos adventistas en las manos. Una era una muchacha muy gorda con los ojos muy abiertos como si se le acabara de aparecer la Virgen. La otra era una mujeruca con la cara plagada de infectos granos sebáceos. 

-¡Dios te quiere salvar también a ti, hermano, déjate redimir por su infinita misericordia!-

- No hace falta, yo ya sé nadar- Respondió Martín Corona con amarga ironía.

Las catequistas se le quedaron mirando con una mezcla de pena y curiosidad, como si contemplaran a un ejemplar teratológico.

Bajó la calle y torció la esquina de la iglesia. De repente el sol de primavera le dio en la cara produciéndole un cosquilleo casi efervescente.

Oía sus pasos solitarios por la acera, de regreso a su casa, a una vida con la que no podía, a un laberinto del que no encontraba la salida. Lo embargaba una enfermiza sensación de angustia y desesperanza, un agudo frío interior, como cuando estaba en la mili y tenía que volver al cuartel al acabar el rebaje.

Sonaron las campanas de las monjas y un perro ladró asomado a un balcón.

Le dolía la cabeza y tenía la boca pastosa, con una sensación de culpa entre los dientes. Era su cumpleaños. Hizo balance y pensó que su vida era como una mosca chocando inútilmente contra el sucio cristal de una ventana.

 

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