luciérnagas apagadas

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LUCIÉRNAGAS APAGADAS

¡Cuántas veces deambulé sin rumbo, lejos de todo, lejos de ti,

con cáncer de corazón, a la intemperie con los huesos helados,

buscando en los portales prohibidos

un poco de calor humano!

Calles largas y anónimas que olían a monóxido y a rancia tristeza,

figuras sombrías en la boca del metro

como costras en una herida.

Y en una habitación con la ropa tendida en la ventana

el breve milagro de un cuerpo ondulante

como una luciérnaga en la noche oscura del alma.

Fueron tantos años a la deriva, ciego, sin voz, sin Itaca,

tantas luciérnagas apagadas,

que ya no me queda tiempo

para recuperar el tiempo perdido.

 

 

 

YESTERDAY

El hombre anuncio miró fugazmente al mendigo que, postrado como un musulmán rezando, vociferaba maquinalmente con teatralidad de plañidera: "¡Una pequeña ayuda para poder comer por el amor de Dioooossss....!" Después contempló el culo de una muchacha rolliza con una minifalda azul que al andar se le pegaba a las nalgas.

La calle Preciados estaba, como habitualmente, abarrotada de gente anodina que iba y venía observando a las estatuas vivientes, entrando y saliendo de los comercios, haciendo corro alrededor de los charlatanes, de los manteros y de los músicos callejeros.

El trompetista había ocupado el puesto que al morir dejó vacante, junto a la puerta del Corte Inglés, un músico negro que tocaba horriblemente un viejo saxofón que se había encontrado en la basura, un músico negro que había muerto de cirrosis y había sido enterrado por la beneficencia pública en un nicho sin nombre en el Sacramental de San Isidro, un músico negro que se parecía a Ken Norton y que, según solía decir a quien quisiera oírlo, con su risa amarillenta y estridente de animal irracional, allá en su tierra, en América, había pertenecido al Ku Klux Klan.

Con parsimonia, con mimo, sacó de su funda la dorada trompeta y la limpió con una gamuza. A continuación, con un golpe suave que sonó como un beso en la mejilla, le puso la niquelada boquilla, accionó los pistones coronados por botones de nácar, y, apoyando un pie en la pared de granito, se puso a tocar el Yesterday de los Beatles.

El sol del atardecer iba lamiendo las piedras de los robustos edificios de la Gran Vía.

Ella salía del Imaginarium llevando de la mano a un niño regordete y sonrosado como un angelillo del Renacimiento, cuando de repente reconoció el sonido melancólico y aterciopelado de la trompeta, aquella forma de tocar que siempre le recodaba a la película La Estrada de Fellini. Con un nudo en la garganta se abrió paso entre la gente en pos de aquella música tan cálidamente familiar. Con cada nota le venían a la mente los recuerdos de aquellos difíciles años de vino y rosas, de un amor abnegado que se cansó de dar siempre y no recibir jamás, que se secó como un río que ha regado sus orillas con demasiada benevolencia y prodigalidad, un amor que se fue quedando en los huesos con aquel paupérrimo régimen de fracasos, penurias, borracheras e infidelidades.

Se detuvo a cierta distancia. Le impresionó lo viejo y deteriorado que estaba. El pelo completamente blanco, la cara hinchada, abotargada, las bolsas de borracho bajo los ojos deprimidos. No se atrevía a acercarse más, aunque él debió de verla porque, tras un sí bemol desafinado, dejó de tocar sin acabar la pieza, y dándose repentinamente la vuelta, quitó la boquilla y guardó la trompeta en la funda que estaba apoyada en un saliente, junto a una botella de agua mineral. Con la mirada siempre baja, se agachó a continuación para recoger las monedas que había puesto de reclamo en una caja de zapatos. Al ir a guardárselas en el bolsillo, una moneda se le calló al suelo y con un tintineo argentino, con un tintineo casi de esperanza, fue rodando entre los pies de la gente hasta detenerse al borde de una boca de alcantarilla. En un primer impulso hizo ademán de ir a buscar la moneda, pero finalmente desechó la idea, e incorporándose con esos movimientos tan peculiares suyos, con los pantalones caídos, con su aire destartalado, comenzó a andar de aquella manera lenta y desgarbada, y torció la esquina perdiéndose entre la multitud que esperaba en un semáforo.

Ella, viéndolo alejarse, agarró con fuerza la mano del niño, como si se quisiera aferrar a su realidad presente, y contuvo el llanto en los ojos como quien contiene la vejiga, por pudor, por vergüenza, porque no está bien llorar por cosas muertas hace tiempo y ya  olvidadas.

 

 

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