desde un tomate hasta una piedra

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DEVENIR

La niña dormía plácidamente en los brazos de su abuelo, ajena a los peligros del mundo, a los trabajos y los días, a los golpes en croché del destino. Las escaleras mecánicas del centro comercial subían vertiginosamente hacia un falso cielo de escayola fluorescente. El abuelo miraba a su nieta como si fuera un cerezo floreciendo en el valle del Jerte. ¡Ojala estuviera siempre así!, pero la vida, pensó, se la arrancaría de los brazos como un viento huracanado, ensuciando su inocencia primigenia con el polvo de los caminos, caminos sinuosos, caminos errados, caminos tortuosos, caminos a ninguna parte.

En las televisiones de los bares había fútbol. Sobre un verde esmeralda, figuras que parecían escapadas de un futbolín, corrían hacia arriba y hacia abajo detrás del balón.

La niña movió los labios como si estuviera mamando de la teta de su madre. Olía a leche, a belleza, a ternura, a verdad, tenía dos rosas en las mejillas, las manitas blancas parecían de nieve, una muñeca de nieve pura hecha por las cálidas manos del amor. El abuelo sonrió con una sonrisa que parecía un surco sobre la tierra áspera y sedienta.

La gente entraba y salía de las tiendas, caminaban de la mano, discutían, se besaban, se buscaban desesperadamente. Un hombre con un ojo más grande que otro  miraba con disimulo el escaparate de una corsetería. Tras el muro de cristal el sol se iba apagando como se apaga la vida en los ojos de un moribundo.

El abuelo besó en la frente a su nieta, suavemente, con cuidado de no despertarla. A pesar del devenir, pensó, que acaba agostando, malogrando todas las cosas, desde un tomate hasta una  piedra  pasando por una venus, hay momentos en la vida que se justifican por sí mismos, instantes que parecen contener la eternidad.

Un grupo de amigas, riendo y moviéndose como si se estuvieran meando, miraban las carteleras en el vestíbulo de los cines, donde olía a palomitas, a ambientador de lavanda y a fantasía en pantalla gigante. Una de ellas se quitó las gafas para limpiar los cristales con una pequeña gamuza que sacó del bolso. Su belleza juvenil quedó desnuda, sonrosada y latente como un corazón.

 

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