PURÉ DE CALABAZA
Huesos semienterrados en el desierto, ciénagas de agua pútrida, ferralla oxidada y retorcida, banderas hechas jirones, casas derruidas, caminos que se adentran en la noche, hogueras apagadas, niños perdidos en el bosque. Así era su vida, algo irremediablemente roto, mortalmente enfermo.
Una auxiliar con rasgos hombrunos y con un gorro de campanillas en la cabeza, la condujo por el estrecho pasillo hasta el comedor. Al entrar al comedor la silla de ruedas chocó contra el marco de la puerta, justo ahí abajo, en esa parte verdosa y astillada donde siempre choca.
- Pero ¿de qué te has disfrazado, mujer?- Preguntó divertida a la auxiliar una vieja con un solo diente.
- De mí misma, Anastasia, corazón, me he disfrazado de mí misma- Respondió la auxiliar, que estaba alegremente inquieta, como un niño la víspera de reyes, ante la perspectiva de
Una vieja consumida y con la cabeza como la de una muñeca despeluchada, y un viejo menudo con gafas de aumento y un sombrero de paja en la cabeza, permanecían sentados a una mesa junto a la ventana que daba a la carretera, en silencio, bañándose en la melancólica penumbra del atardecer.
- ¿Quieres un dulce?- Preguntó de repente la vieja al viejo.
- ¿Eh?-
- Que si quieres un dulce-
- No no tengo dulces-
- No, que si quieres-
El viejo volvió a su hábitat de silencio, quedándose pensativo, inerte como un lagarto al sol. Al cabo de un rato se quitó el sombrero rociero y se puso a examinarlo minuciosamente, como si esperase encontrar, prendido a la cinta verde que rodeaba la copa, algún billete premiado de la lotería.
La vieja abrió su raído bolso y sacó un polvorón. Se oyó el ruido del papel al desenvolverse como el crepitar de una estrella en medio del silencio sideral.
El viejo acabó perdiendo el interés por el sombrero y volvió a mirar a la nada con sus grandes gafas ahumadas, aburrido, resignado, vacío como una cajetilla de tabaco arrojada al suelo.
La auxiliar de la campanilla colocó a la vieja inválida en un sitio frente a la mesa, delante del plato vacío.
La vieja inválida tenía los ojos tristes, exhaustos. ¿Dónde estaban sus hijos, esos seres extraños? Lo había perdido todo, aquel ya lejano día del ictus perdió mucho más que la movilidad. La soledad es como vivir atada a una columna de hielo, siempre ese frío interior, ese algo duro y doloroso. Le dolía la garganta, iba a caer mala otra vez, se lo temía, la semana pasada se puso muy enferma,
La ayudante de la cocinera, una jovencita morena, radiante como el sol y atractiva como la luna, (todavía quedaba vida en algún rincón del Universo) llegó con una fuente humeante de puré de calabaza. Entonces, de repente, una estela plateada de inteligencia rozó la frente de la vieja inválida, que componiendo un gesto filosófico, profundo, dijo con su desdentada boca hambrienta y doliente, como si todas las tesis y antítesis metafísicas de su desgraciado devenir existencial se sintetizaran en aquella frase:
- A mi me gusta mucho la calabaza -
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